Siempre me cayeron bien los monos pero la verdad no creí que el tema daba para tanto.
En fin, resulta que hay gente que dedica su vida entera a ellos, y en base a ello, han sacado algunas conclusiones bastante interesantes en relación a la moral de los seres humanos. No me explayo más...yo me voy con mi vermuth...
Los orígenes naturales de la moral humana
Intro
Uno de los debates ampliamente discutidos por disciplinas
tan dispares como la economía, la filosofía o la biología gira en torno a cuáles son los principales rasgos que
caracterizan al ser humano. Tradicionalmente, ciencias sociales como la
economía, han postulado que el hombre es un Robinson Crusoe que nace en soledad
en un mundo rodeado de violencia. Hobbes planteó esta hipótesis para explicar
el surgimiento del estado, introduciendo la idea de “contrato social”. En este
sentido, las normas y las instituciones surgirían como resultado de un contrato
entre hombres para escapar del estado de naturaleza. Estas ideas han dominado
las ciencias y han perfilado un tipo de hombre que se aleja bastante de la
realidad. Sin embargo, en los últimos años, numerosos estudiosos en el campo de
la biología evolutiva se han encargado de estudiar la naturaleza de los seres
humanos. No solo su costado violento y egoísta si no también su aspecto
cooperativo. Bajo la premisa de que las grandes obras de la humanidad se han
llevado a cabo de forma colectiva no podemos dejar de estudiar el origen de
esta capacidad humana. Es decir, el
origen de la cooperación en los seres humanos.
De acuerdo a los seguidores de Hobbes y su contrato social, la moral sería producto de
la educación y de los condicionamientos sociales. Científicos como Hauser o de
Waal parecen postular una tesis diferente. De acuerdo a estudios llevados a
cabo en niños y primates estos investigadores han encontrado grandes
similitudes en el comportamiento de algunos grandes simios y los seres humanos.
Estas similitudes podrían explicar el carácter innato de muchos de nuestros
comportamientos morales. En base a estas premisas, en este trabajo dedicaremos
el primer apartado a estudiar el origen de la cooperación en los seres humanos.
Concretamente, nos nutriremos de los experimentos llevados a cabo con niños. En
los mismos, se intenta evaluar su capacidad para ser empáticos, ayudar a los
demás o ser equitativos. Para ello, nos basamos en los experimentos que relata
Hauser, De Waal y Tomasello y a partir de los mismos podremos esbozar algunas
conclusiones sobre el origen de nuestra moral. Aunque no queremos abundar es
aspectos demasiado teóricos en este trabajo queremos hacer una breve reseña de
lo que estos autores quieren probar por medio de sus experimentos. En concreto,
Hauser sostiene que “nuestra facultad moral está equipada de una gramática moral universal, una caja de
herramientas apta para construir sistemas morales concretos”{{14 Hauser,Marc D.
2008}}.
Esta gramática es inconsciente y subyace en todas las decisiones morales que
tomamos. Esta es la hipótesis que pretende demostrar Hauser. De Waal, por su lado, intenta luchar contra
aquellos que postulan que somos seres puramente egoístas. Los defensores de
estas tesis, llamados “teóricos de la capa” adhieren
a los postulados de Hobbes en el sentido de que estamos rodeados de un
barniz de civilización que nos es impuesto desde fuera, dejando entrever que
por naturaleza somos seres egoístas y violentos. De Waal, intentará probar que
estos teóricos están equivocados.
La segunda parte de
este trabajo está dedicada al estudio de los primates. Se describirán algunos
experimentos que pongan de manifiesto la empatía animal así como su sistema de
normas y castigos o su tendencia a la xenofobia. La mayoría de los experimentos
se han llevado a cabo en chimpancés y bonobos por encontrarse más próximos al
ser humano en la escala evolutiva. De estos experimentos y de las aportaciones
de los autores citados podremos saber qué nos une a nuestros parientes más
próximos y qué nos separa.
En este apartado nos basaremos en la teoría de la gramática
moral universal que postula Hauser (Hauser & Candel,
2008)
y que intenta buscar analogías entre el lenguaje y la adquisición de la moral
por parte de los primates humanos. De acuerdo a este autor, no debemos buscar
el origen de nuestra moral solamente en nuestro contexto social sino que
debemos indagar en aquellos comportamientos innatos que posee el hombre y que
hemos heredado de otros primates. Hauser
no descarta que no haya condicionantes sociales en la formación de nuestra
moral, pero se pregunta por qué tomamos algunos fragmentos de nuestro entorno y
no otros, en esto debe haber algo en nuestro ADN que nos lleve a actuar de esa
manera. Su teoría de la gramática moral
universal descansa sobre experimentos
realizados sobre niños y primates. En este estudio, nos basaremos en los niños
principalmente ya que, según el autor, ellos
“están equipados de
una serie de emociones inconscientes y automáticas que pueden reforzar la
expresión de algunas acciones a la vez que bloquear otras. En conjunto, estas capacidades permiten a los
niños construir sistemas morales”{{14 Hauser,Marc D.
2008}}.
Aparte de los condicionantes sociales, y si, como dice
Hauser, hay algo en nuestro ADN que determina nuestro comportamiento moral, a
lo mejor, debemos investigar cómo se comporta nuestro cerebro cuando tenemos
delante algún tipo de dilema moral. Hauser dedica buena parte de su libro a
este aspecto. El autor destaca el experimento llevado a cabo por el filósofo y
científico cognitivo Joshua Greene que expuso a una serie de personas a una
serie de dilemas. El experimentador, esperaba ver una reacción que respondiera
a una mezcla de creatura humeana y kantiana. En los casos morales impersonales
,
los sujetos respondían rápidamente mientras que en aquellos dilemas más personales
tardaban más. Justamente, lo que conlleva tiempo es esa lucha entre la emoción y la razón. De
hecho, en las situaciones morales personales, se detectó bastante actividad en
una zona del cerebro que desempeña un papel muy importante en la formación de
emociones (un circuito que va desde el lóbulo frontal hasta el sistema
límbico). Además, este científico descubrió que cuando los sujetos tomaban una
decisión moral personal que iba contra la corriente, se mostraba una activación
del cortex prefrontal dorsolateral (zona que interviene en la planificación y
el razonamiento). Esto quiere decir, que cuando un sujeto debe dedicar más
tiempo a decidir acerca de un dilema moral, se activa la creatura kantiana.
Está claro que cuando estamos sometidos a cuestiones que entrañan un dilema
moral, se activan determinados mecanismos en el cerebro. Al menos, eso parecen
señalar los estudios citados por Hauser, pero, ¿podemos desprender de este
hecho que contamos con un órgano exclusivamente moral? Hauser no parece estar
tan seguro de esto o por lo menos no hay estudios que así lo señalen. Lo que sí
queda claro es que el cerebro refleja,
en su particular actividad, ese conflicto entre Hume y Kant, entre la razón y
la emoción y es que según Hauser “si no
hay emoción, no hay tensión moral”(Hauser & Candel,
2008).
A lo largo del estudio de la moral, nos encontraremos con
esta tensión entre la “emoción y la cognición”. Tal como hemos esbozado en la
introducción, la “creatura kantiana” toma sus decisiones morales en base a
argumentos razonados donde no entra la emoción. La “creatura humeana” todo lo
contrario: solo tiene en cuenta sus emociones a la hora de tratar con un dilema
moral. La creatura rawlsiana mezcla estos dos componentes y es, según Hauser,
la creatura que mejor representa el comportamiento moral humano pero, ante un
dilema moral, ¿qué interviene primero? ¿La emoción o la razón? ¿Qué mecanismo
se activa primero?
Una de las cualidades básicas del ser humano que nos hace
seres sociales y que determina en buena medida nuestras decisiones morales es
la empatía, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Si la
empatía “se pone en marcha cuando reconocemos determinados estados emocionales
en otro” es fácil de entender por qué un recién nacido llora cuando escucha
llorar a otro bebé. Esto probaría que nacemos, más allá de la experiencia, con
una “rudimentaria forma de empatía”.
Hauser llama a esto, un “botón de repetición” que se acciona involuntariamente
al ver actuar a otro. Frans de Waal en
Primates y filósofos habla de “contagio
emocional”, una actitud observada no solo en seres humanos sino en muchos
animales. Para este autor, las emociones son cruciales para entender el
carácter social tanto en primates no humanos como en seres humanos. La empatía
es además crucial para entender la presión evolutiva que supone la
supervivencia del más apto. Si somos capaces de entender, en algún sentido, los
estados emocionales de los otros, tendremos más capacidad de sobrevivir. Frans
de Waal cita numerosos estudios que hablan de empatía animal que nos pueden
ayudar a entender de dónde viene la empatía humana. El autor se centra en los
simios pero existen numerosos ejemplos de especies que la practican. Por ejemplo, de Waal cita a la investigadora
Ladygina-Kohts que cuenta que la mejor manera de hacer bajar de su tejado a su
chimpancé es cuando finge que está llorando. Parece que la compasión tiene más
fuerza que cualquier castigo
. Por otro lado, si nos centramos en los niños,
vemos que la empatía aparece a edades muy tempranas lo que nos hace dudar que
tenga que ver con factores sociales. Tomasello (2010), que investigó con niños
de un año de edad, llegó a la conclusión de que los premios y castigos tienen
poca influencia a la hora de desarrollar
un comportamiento empático. Según relata:
“a los niños de
1 año de edad, les dimos un premio cada
vez que ayudaban, y en cada nuevo ensayo el adulto involucrado tenía en sus
manos un premio perfectamente visible. Sin embargo, ninguno de los dos incentivos
afectó la conducta de los niños.{{12 de Waal,Frans 2007}}
De hecho, de acuerdo a este autor, los primeros síntomas de
empatía aparecen entre los 14 y los 18 meses mucho antes de que los padres
puedan ejercer cierta influencia sobre sus hijos. Los condicionamientos
sociales no aparecen si no más tarde(F.
de Waal & Casanova Fernández, 2007).
Como hemos visto, la empatía y la cooperación pueden surgir
a edades tan tempranas que nos hacen dudar de que los condicionamientos
sociales jueguen un rol importante en el surgimiento de esta cualidad en los
seres humanos. Sin embargo, parecería ser que el concepto de reciprocidad, por lo menos de acuerdo a
Tomasello, surge como resultado de la interacción social. A medida que los
niños van madurando, la socialización parece ser más importante. El autor cita
estudios recientes en donde se comprobó que niños de 3 años “comparten cosas
más a menudo si el beneficiario ya se ha mostrado amable con ellos y pertenece a su grupo”(Tomasello
& Dweck, 2010).
Está claro que están más dispuestos a ayudar a aquel que les ha ayudado. Puede
que incluso éste haya sido el origen de las normas sociales tal como las
conocemos. Esta hipótesis iría un poco en contra de lo que postulan que la
reciprocidad es innata y que la hemos heredado de nuestros parientes más
próximos. Como veremos en el apartado dedicado a primates, los chimpancés y los
bonobos también tienen actitudes de reciprocidad. Este hecho, ¿echa por tierra
el origen social de la reciprocidad en los humanos? No lo sabemos. Solo
podríamos arriesgar que en el origen de las normas sociales está la
reciprocidad. Más adelante volveremos sobre este tema y sobre el porqué estamos
más inclinados a ayudar a aquellos que están dentro de nuestro grupo.
A menudo, científicos sociales y también cualquier curioso
de la vida social se pregunta, ante el estado actual de las cosas, si somos
seres con una tendencia innata a la cooperación o si, por el contrario, debemos
creer a los economistas del mainstrain
que nos hablan de un ser egoísta que
solo piensa en sus propios intereses.
Este dilema, que se remonta a Hobbes vs Russeau, invade
nuestra vida cotidiana cada vez que somos testigos de una debacle económica, hay
un terremoto o España gana un Mundial de Futbol. En cualquier tema de
actualidad, subyace la cuestión de la cooperación
. Para Hauser, justamente el fenómeno de la
cooperación es crucial para entender la anatomía de nuestra moral. Pero antes debemos comprender cuál es nuestro
sentido de la equidad y cuando aparece. De acuerdo a experimentos con niños
pequeños, el “sentido de la equidad” aparece en torno a los cuatros años de
edad y está basado en una lógica que para los niños es difícil de explicar.
Podemos decir que tienen un sentido de justicia pero no son capaces de
explicitarlo. En parte, esto radica en
que es difícil encontrar un cuantificador objetivo de lo que es justo o no
justo. En la medida en que los seres humanos tienen la capacidad de desarrollar
un sistema numérico, serán capaces de evaluar si una situación es justa o
injusta. Los niños pequeños carecen de esta facultad por lo que su noción de lo
que es equitativo será más vaga que en un niño de más edad. Por ejemplo, la psicóloga Linda Keil, sometió
a niños de entre 7 y 12 años a ver videos donde había otros chicos que
clasificaban cartas según el código postal, algunos lo hacían muy rápido
mientras que otros tardaban más. Luego, se les dio de dinero para que
compensaran a todos los niños. Los niños
más chicos eran menos equitativos que los más grandes
. A partir de numerosos experimentos, Hauser
parece arribar a la conclusión de que la facultad moral en niños y adultos es
la misma y es innata. Lo que luego los diferencia es el contexto local y social
que hace que sus juicios morales interactúen con sus “sistemas de autocontrol,
emoción, cálculo numérico y memoria”(Hauser & Candel,
2008).
Esta hipótesis parece contradecir lo que
veníamos diciendo en el apartado anterior, es decir, que la reciprocidad (que
es una forma de equidad) está determinada por factores sociales y que no
aparece en los niños hasta los 3 años. Esto postula Tomasello de acuerdo a sus
experimentos. Quizás, la equidad pueda entenderse como una forma específica de
la reciprocidad y requiera de una forma de cuantificación de la que carecen los
niños de 3 años(Tomasello
& Dweck, 2010).
Sin duda los seres humanos y el resto de animales comparten
muchas similitudes en cuanto a sentimientos tan básicos como el egoísmo, la
empatía o la cooperación. Lo hemos comprobado en apartados anteriores por medio
de los experimentos llevados a cabo con niños y lo veremos en el apartado
siguiente dedicado de lleno a los primates. Sin embargo, antes de proseguir con
las características que posiblemente
hayamos heredado de nuestros parientes más próximos, debemos detenernos un poco
en las diferencias. Somos primates pero somos humanos. ¿En qué nos
diferenciamos del resto del reino animal? Básicamente en dos cosas:
1. Los
seres humanos practican un tipo de altruismo que les permite enseñar a otros lo
que han aprendido más allá de los parientes próximos.
2.
Los seres humanos crean normas sociales y un
sistema de castigo y sanciones que los animales solo pueden tener de forma
rudimentaria.
Estas dos características que se presentan en los seres
humanos han llevado a la cooperación a cotas que no ha alcanzado el resto de
los animales fundamentalmente a través de la creación de “instituciones”.
Cuando hablamos de enseñar, no nos referimos solamente al hecho de transmitir
experiencias y conocimiento a otros seres sino también de desarrollar la
capacidad de señalar “objetos con el dedo” a otros, es decir, transmitir
información de la forma más rudimentaria. Los niños son capaces de hacerlo a
edades muy tempranas (12 meses) mientras que los monos no suelen hacerlo
excepto que el objetivo principal sea acercarles comida. Los niños humanos son capaces de señalar un
objeto con el fin de “brindar información”(Tomasello
& Dweck, 2010).
Si, tal como expone Hauser en sus estudios, poseemos una
gramática moral universal que es independiente de nuestro contexto social, la
siguiente cuestión a investigar es de dónde viene esa capacidad que tenemos
para sentir empatía, para ser egoístas o para sentir compasión.
Los primates más próximos a los seres humanos en la escala
evolutiva son el chimpancé y el bonobo cada uno con sus propias
características. A grandes rasgos podemos decir que el chimpancé representa la
cara más oscura del ser humano, es egoísta, rencoroso, violento, jerárquico y manipulador. El bonobo, en
cambio, es pacífico, disfruta del sexo, es empático y no entiende de
jerarquías. Como habíamos planteado antes, en vez de pensar que somos seres
netamente egoístas o puramente altruistas, investigadores como De Waal se
inclinan por describir el comportamiento humano como una lucha entre estas dos
realidades(F. B. M. de Waal ( & García Leal, 2007).
No somos pura violencia como el chimpancé ni creaturas amables y eróticas como
el bonobos. Somos seres humanos en constante lucha entre nuestro lado oscuro y
nuestro lado luminoso. Pero no solo eso, el comportamiento del bonobo nos puede
dar muchas pistas sobre nuestra tendencia a la cooperación, tal como lo
señalaba Hauser. A lo mejor, cooperamos porque tenemos una gramática moral
universal que tiene su origen o por lo menos puede ser explicada, en parte, a
través del comportamiento de nuestros parientes más próximos.
Concretamente, sabemos más del chimpancé porque éste fue
descubierto bastante antes que el bonobo (se lo conoce desde el siglo XVIII).
Su carácter violento ha ayudado a forjar esa imagen estereotipada de que todos
los primates son seres sanguinarios. Sin embargo, el descubrimiento del bonobo
a principios del siglo XX nos ayudará a entender esa otra faceta que tenemos y
que está tan poco estudiada: nuestra capacidad de cooperación y reciprocidad
.
Es evidente que si queremos saber si los primates no
humanos poseen algún tipo de moralidad que nos ayude a entender la nuestra
propia, debemos preguntarnos primeros si estos animales poseen algún tipo de
noción del “yo”. Para ello, a lo largo de la historia, numerosos científicos
han indagado en este aspecto. El especialista Gordon Gallup ha perfeccionado el
experimento del espejo. Así lo relata Hauser:
“Gallup puso
ante unos chimpancés un gran espejo fijo y observó su comportamiento. Al igual
que con los orangutanes con los que Darwin había experimentado, los chimpancés
miraban y hacían gestos faciales a su
imagen en el espejo, y también miraban detrás de éste, como si trataran de
localizar a un individuo que estuviera dentro, devolviendo la mirada. Estos
comportamientos no se prestaban a un diagnostico inequívoco. Gallup dio
entonces un paso más. Anestesió a cada chimpancé y, mientras estaban inconscientes,
les hizo una marca indolora de color púrpura en cada parpado y una oreja.
Cuando recobraron la consciencia, los colocó frente al espejo y observó.
Inmediatamente los chimpancés miraron al espejo y se tocaron las zonas marcadas
de púrpura.”
Esta conducta sí reveló de forma clara que los chimpancés
tenían una consciencia del “yo”. Se habían mirado en el espejo y a partir de
esa experiencia se habían tocado aquellas partes del cuerpo que tenían
coloreadas de color purpura. El experimento del espejo se ha llevado cabo en
numerosas especies y los resultados han sido negativos (excepto en los delfines
y los elefantes). Solamente los chimpancés y los bonobos son capaces de
reconocer su imagen en el espejo (Hauser & Candel,
2008). Esto nos lleva a pensar que teniendo un
sentido del yo, estos animales son capaces de sentir emociones como la empatía
o el egoísmo. De esto estaba convencido Gallup cuando llevó a cabo sus
experimentos. La empatía requiere conciencia de uno mismo (F. B. M. de Waal ( & García Leal, 2007).
¿La reciprocidad es una característica
puramente humana o la hemos heredado de nuestros primates más próximos?
No solo la empatía depende en buena medida de un profundo
sentido del yo. Lo mismo podemos decir de la reciprocidad, una forma de
cooperación que requiere de muchas capacidades como la formación de
expectativas, de cumplir reglas y el sentido de la responsabilidad por
conservar en buen estado una relación con el otro. Robert Trivers fue el
primero en teorizar acerca del intercambio reciproco y formuló tres
condiciones:
1. Bajos
costes por dar y grandes beneficios por recibir
2. Un
desfase entre el acto inicial de dar y el acto recíproco (esta condición
requiere que exista memoria de los actos realizados)
3. Múltiples
oportunidades de interactuar, siendo dar dependiente de recibir
De acuerdo a los experimentos llevados a cabo por
Tinkelpaugh en los que se revela el código neurológico que subyace al
sentimiento de ver satisfecha una expectativa, se pudo demostrar que “el
cerebro de los primates ha evolucionado hasta crearse expectativas, anticipando
resultados que cuentan para la supervivencia”(Hauser & Candel,
2008) De esta manera, si los primates son capaces de
formarse expectativas y, como comentábamos en el primer apartado, son capaces
de hacer algún cálculo de costo-beneficio, serán capaces de ejercer algún tipo
de reciprocidad. De hecho, tanto Hauser como De Waal documentan varios ejemplos
que ilustraremos en el apartado siguiente.
¿Podemos observar conductas de reciprocidad y cooperación entre los
primates? El caso de los chimpancés
cazadores y el intercambio de acicalamiento por comida
Las observaciones de
de Waal se basan básicamente en los chimpancés que aplican, la mayor parte de
las veces la reciprocidad en sentido negativo, es decir, estos animales a
menudo pueden ser muy vengativos. Después de varias luchas por la jerarquía,
aquel chimpancé que ha perdido su puesto de macho alfa a menudo pide cuentas
después de una derrota. De Waal relata como uno de los momentos más duros de su
carrera la muerte de su chimpancé Luit a manos de otros dos congéneres que
conspiraron contra él para robarle su posición de macho alfa.
Pero el ejemplo más ilustrativo de la reciprocidad entre
primates es la caza en grupo. Los chimpancés salen a cazar monos en grupos. Una
vez que han capturado a uno, lo despedazan de manera que todos puedan comer
aunque los que han participado de la captura tienen prioridad en el reparto(F. B. M. de Waal ( & García Leal, 2007).
Los chimpancés y los monos capuchinos son de los pocos
primates que son capaces de compartir comida más allá del vinculo madre-hijos.
De Waal llevó a cabo un experimento muy interesante que pone de manifiesto el
intercambio recíproco experimentado entre chimpancés. Se trató de evaluar el
intercambio entre comida y acicalamiento entre estos primates para ver en qué
medida existía la reciprocidad. Para ello, se midió la frecuencia y variación
de cientos de encuentros de acicalamiento y registraron cerca de 7000
interacciones con la comida. Tal como lo
relata de Waal hallaron que:
“los adultos
mostraban una mayor disposición a
compartir comida con aquellos individuos
que les habían acicalado con anterioridad.” (F. B.
M. de Waal ( & García Leal, 2007).
La empatía en los primates. ¿Necesitamos un
lenguaje para ser empáticos? El
comportamiento de los chimpancés y
bonobos
Tal como hemos visto
en apartados anteriores, la empatía es una facultad que podemos observar tanto
en niños que todavía no dominan un lenguaje como en primates no humanos. La
consolación que experimentan los chimpancés constituye un buen ejemplo de la
empatía que son capaces de experimentar.
De Waal nos relata
que, luego de una pelea entre estos
primates, es normal que el resto de espectadores se acerquen a “consolar” a la
victima a la que “miman” con acicalamiento y abrazos. Otra forma de empatía detectada en los
animales es la imitación de los estados de ánimo. A menudo la empatía requiere de la capacidad
para verse afectado por el estado de otro individuo: “los monos se rascan si
ven a otro hacerlo, y los antropoides bostezan si se les muestra un video de un
congénere bostezando.” Está claro que no necesitamos de un lenguaje
estructurado para experimentar la empatía. Además, “el contagio emocional
activa partes del cerebro de tal antigüedad que las tenemos en común con otros
animales tan diversos como las ratas, los perros, los elefantes y los monos” (F. B. M. de Waal ( & García Leal, 2007).
Los bonobos, por otra parte, poseen la capacidad de sentir
empatía no solo con miembros de su propia especie, en un zoo de Twycross,
Inglaterra una hembra bonobo había capturado a un estornino pero su cuidador le
pidió que lo dejara ir. El bonobo se subió a la copa de un árbol y desplegó las
alas del pájaro antes de lanzarlo al vacío(F.
de Waal & Casanova Fernández, 2007). Este bonobo intentó imitar el vuelo del
pájaro y ayudó al estornino a volar experimentando una rudimentaria forma de
empatía.
¿Cuándo decidimos
hacer la guerra? ¿A quienes les hacemos la guerra? El caso de los chimpancés
xenófobos.
A lo largo de la historia, el ser humano ha llevado a cabo
guerras. Tanto por cuestiones de raza, religiosas o por cuestiones que atacan
nuestro modo de mi vida, el ser humano se ha visto justificado a entablar
batallas con aquel al que se consideraba distinto. Los hombres delimitamos
fronteras, aumentamos nuestro gasto militar o enviamos tropas a otros países. Todo
esto, en supuesta defensa de nuestro territorio. De igual modo, los chimpancés
son altamente territoriales y, como los humanos, tienen un sistema de
jerarquías que cualquier humano podría envidiar. Parecería que toda esa empatía
y consuelo que experimentamos con nuestros seres más próximos se esfuma ante el
desconocido. De Waal nos relata su experiencia en la selva con los chimpancés y
puede dar fe de que:
“cualquier macho solitario extraño es abatido
en una acción altamente coordinada: lo acechan, se lanzan sobre él por sorpresa
y lo reducen. Luego la víctima es golpeada y mordida con tanta saña que muere
en el acto o más tarde como consecuencia de daños irreversibles.”
Está claro que el chimpancé cuando ataca a un extraño igual
a él, no lo ve como un congénere sino como a una presa a la que hay que
devorar. No es capaz de sentir empatía ni compasión. Simplemente es un
extraño. Al igual que muchos seres humanos
considera que su grupo es superior al resto.
Incluso se podría decir, como parece insinuar de Waal, que
la hostilidad entre grupos es buena desde el punto de vista evolutivo ya que
fomenta la solidaridad del grupo, y por consiguiente, la moralidad. Paradójicamente,
la guerra y la violencia al foráneo podrían explicar el surgimiento de la
moralidad. Al menos eso deja entrever de Waal
( 2007). ¿Realmente necesitamos de la xenofobia para fortalecer nuestros
lazos de comunidad? Suena atroz pero no tenemos forma de probar si este
postulado se acerca a la realidad. Si fuera verdad, no podríamos llevar la
moralidad más allá de nuestras fronteras, de nuestra comunidad.
Esta hipótesis parece contradecir los intentos de buena
parte de la humanidad por extender los derechos humanos más allá de las propias
fronteras, las razas o las religiones. Incluso deberíamos plantearnos hasta qué
punto es licito que los animales gocen de derechos. Pero no solo eso, nuestro
diseño evolutivo parece necesitar de la guerra y la violencia para sobrevivir.
Sería como estar programado “de fabrica” para desconfiar del foráneo.
Sin embargo, de Waal mas adelante, matiza sus palabras:
“tenemos tanto un lado chimpancé, que excluye las relaciones amigables entre
grupos, como un lado bonobo, que permite el intercambio sexual y el
acicalamiento mutuo a través de las fronteras.”
La reconciliación como factor necesario para
la cohesión social. La observación de
los monos rhesus.
Tanto en humanos como en animales la reconciliación entre
especies no se estudia con la misma profundidad que se estudian otras
patologías. Sin embargo, la reconciliación es un factor importante de cohesión
social ya que sin ella cada potencial conflicto supondría un desmembramiento
del grupo que iría en contra de la supervivencia. No está claro si es un factor
innato o si se adquiere con la cultura pero, si examinamos los experimentos
llevados a cabo por de Waal en los macacos Rhesus podemos decir que luego de
una riña estos primates son capaces de reconciliarse. Esto extrañó a de Waal ya
que este tipo de primates no suelen ser muy amigables así que ideó un nuevo
experimento donde puso a convivir a los monos Rhesus con los macacos rabones,
una especie mucha más tranquila y bastante pacifica. Al cabo de 5 meses, se
constató que los monos Rhesus eran ahora más pacíficos y conciliadores(F. B. M. de Waal ( & García Leal, 2007).
Este tipo de experimentos pueden darnos la pauta de que la reconciliación es
una cualidad que se adquiere, o que puede adquirirse, dentro de un contexto
social. Entonces, ¿porqué algunas comunidades son más violentas y tolerantes
que otras? A lo mejor, podemos buscar esa respuesta en el contexto social, en
las condiciones iniciales de vida, el lugar, el clima, la época, la
disponibilidad de recursos. Al menos en ese sentido parecen ir las hipótesis de
de Waal. Incluso los animales no humanos son influenciados por el contexto
social en el que viven.
Todo sistema moral requiere del establecimiento de un
conjunto de acciones que están prohibidas. Pero, ¿cómo hacer cumplir las normas
de un grupo? A este respecto, numerosos
científicos han estudiando la naturaleza de las normas sociales y sus
incentivos a cumplirlas. Está claro que uno de los incentivos más evidentes
para cumplir cualquier tipo de norma es el castigo. No nos centraremos aquí en la naturaleza de
las normas sociales pero sí nos parece interesante indagar en la naturaleza
animal de las normas y los castigos. ¿Podemos encontrar ejemplos en los
primates más próximos a los humanos? Si realmente hemos nacido como seres
sociales que tienden a cooperar entre sí y no como seres solitarios y salvajes
que suscriben un contrato social para sobrevivir es lícito buscar patrones de
conducta similares en nuestros parientes más próximos. Los monos Rhesus suelen castigar a aquel
primate que no anuncia que ha encontrado comida. Esto sucede cuando alguno de
estos monos se queda callado ante el hallazgo. Si el mono “escondedor de
comida” tiene un rango superior, los de
rango inferior pueden dar la voz de alarma a otros primates para que se sumen
al castigo(Hauser
& Candel, 2008).
Sin embargo, este tipo de comportamiento no es suficiente para afirmar que
exista el castigo en el reino animal del mismo modo que podemos observarlo en
los seres humanos. De hecho, no hay estudios concluyentes de que se haya implementado en el contexto de
la cooperación animal. Por lo tanto, no podemos afirmar que el castigo
constituya una fuerza de peso que impulse a los animales a acatar las normas.
De hecho, hablar de “normas” en el reino animal es demasiado arriesgado. Los
chimpancés pueden ser capaces de señalar a aquellos que no colaboran y, como
mucho, excluirlos de los beneficios. Esto se puede interpretar como una forma
de castigo pero no pasa de eso (Tomasello & Dweck,
2010).
Los seres humanos, en cambio, se rigen por verdaderas
normas sociales que seguramente dieron lugar a las instituciones. Todas estas
normas descansan sobre el principio de
que existe un objetivo común y de que
todos dependemos de todos para alcanzarlo. Esta noción no existe en el resto de
animales en donde, apenas podemos hablar de un sentimiento del “yo” pero no de
una noción de “nosotros” como sí ocurre con los primates humanos.
Hemos analizado a lo largo de este trabajo los principales
rasgos que caracterizan a los seres humanos y los primates. Gracias a los investigadores
anteriormente citados, hemos podido constatar diferencias y similitudes en las
formas de cooperación. Este tipo de estudios son muy útiles para desmitificar
algunas teorías que han tenido tanto peso en las ciencias sociales y
particularmente en la economía, me refiero a la teoría neoclásica, sustento
teórico de la actual economía de mercado. El célebre homo oeconomicus que es perfectamente racional, posee información
perfecta y que solo busca su ganancia personal, queda totalmente desterrado.
Este tipo de teorías, niegan el principio de equidad que todos poseemos y del
que hablaba Hauser. Además, los seres humanos poseemos otros rasgos,
tradicionalmente muy poco estudiados en el ámbito de la economía, como es la
empatía, la reciprocidad y la compasión.
Hemos visto que estos rasgos, estudiados en primates y
niños, lejos de ser fruto del condicionamiento social, pueden llegar a ser innatos.
Probablemente, como
seres humanos, no seamos iguales pero los investigadores citados parecen estar
de acuerdo que muchos de los rasgos que poseemos como el egoísmo o el altruismo
son cualidades evolutivas que hemos heredado de nuestros ancestros. Si esto es
así, ¿es posible cambiar esta realidad? ¿O estamos determinados genéticamente a
sentir empatía solo por aquellos que están dentro del grupo? Algunos teóricos
parecen sugerir que “los sistemas morales están irremediablemente predispuestos
a favorecer la visión intragrupal”(F.
de Waal & Casanova Fernández, 2007).
Este tipo de debate, de rabiosa actualidad en un mundo cada
vez más globalizado, nos plantea
preguntas como ¿A qué podemos considerar
“grupo” dentro de una ciudad de 10 millones de habitantes? ¿Quiénes
estamos dentro? ¿Cuán amplio debe ser nuestro círculo de la moralidad? ¿Qué
pautas nos pueden ayudar a delimitar ese círculo? Singer plantea que cualquier
ser viviente que sienta dolor debe contar con derechos y por lo tanto ser
objeto de nuestra moral, independientemente de la capacidad de los animales para
comunicarse. En este sentido, los sentimientos son cruciales para que exista
una moral. Justamente Singer cuestiona que debamos cuidar más de los individuos
de nuestra propia especie que los de otra. Justamente hemos visto en los
experimentos que hemos citado que sucede todo lo contrario: la principal característica que tenemos en común
con el resto de animales, es nuestra capacidad para sufrir (Singer, 2011). Aquí surge una paradoja: si
nuestra capacidad de sentir empatía tiene un límite que está marcado por
nuestra genética, ¿cómo debemos interpretar las corrientes que postulan la
extensión de los derechos humanos a todos los seres vivientes?
Como conclusión final, podemos decir, en base a lo
estudiado que necesitamos tanto de la violencia como de la cooperación para
subsistir. Al fin y al cabo, puede que deje de ser una cuestión moral el ser
violentos o ser empáticos. Puede que en el fondo se trate de mero instinto de
supervivencia.
References
de Waal, F. B. M., (, & García
Leal, A. (2007). El mono que llevamos dentro (1{487} ed.). Barcelona:
Tusquets.
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hombre [Primates and philosophers.]. Barcelona: Paidós Ibérica.
Hauser, M. D., & Candel, M. (2008).
La mente moral: Cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien
y del mal. Barcelona etc.: Paidós Ibérica.
Singer, P. (2011). Liberación
animal. El clásico definitivo del movimiento animalista. Madrid: Taurus.
Tomasello, M., & Dweck, C. (2010). ¿Por
qué cooperamos?. Madrid ; Buenos Aires: Katz.
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