El placer del voyeur y las máscaras: reflexiones en torno a la privacidad

El otro día hojeaba el último libro de Gay Talese: “El motel del voyeur”. Un libro cortito y, en teoría, basado en hechos reales. La premisa era clara. Un señor se pone en contacto con el autor para decirle que ha estado espiando durante décadas a todos los huéspedes de su motel. ¿La justificación? Entender a la sociedad americana, en especial sus prácticas sexuales.
 Más allá de la veracidad de sus palabras, cada vez más gente encuentra algo de placer exhibiendo su vida privada en una actitud, casi pornográfica.  Parece que la transparencia gana adeptos ante aquellos que esgrimen que no quieren mostrar su vida privada. Ya hemos hablado largamente sobre las dos caras de la transparencia y la privacidad, en especial la que tiene que ver con los gobiernos. Pero, desde entonces, ¿hemos avanzado algo?
El pensador coreano Byung-Chu Han, lo tiene claro: “el alma humana necesita esferas en las que pueda estar en sí misma sin la mirada del otro.”. Ya lo sabíamos. No necesitamos que un teórico nos lo diga. Siempre nos guardamos algo: en el trabajo ante nuestros jefes, cuando hacemos la compra o cuando tenemos que negociar el precio de una vivienda que nos interesa. La estrategia requiere de ciertos secretos que no debemos revelar.
Sin embargo, el dueño del motel del libro de Talese alegaba que necesitaba conocer a la sociedad norteamericana. Su razonamiento tenía cierta lógica. “Necesito espiarlos. Necesito que no lo sepan. Necesito comprender.” Décadas de diarios en donde relata  cada acción de sus huéspedes parecen atestiguar que se tomó su trabajo muy en serio pero nosotros insistimos: esa cantidad ingente de información ¿le ayudó realmente a comprender la naturaleza humana de la sociedad norteamericana?
En otras palabras, tener a nuestra entera disposición cantidades bestiales de información variopinta ¿nos hace más sabios o nos confunde más? Las nuevas tecnologías han llevado a que sea posible compilar hasta lo más absurdo como las calorías que quemamos cuando hacemos ejercicio, la media de kilómetros que hacemos cuando corremos y toda una sarta de pequeñeces. ¿Realmente los ingenieros se están matando para optimizar las comunicaciones para que nos pasemos toda la tarde mandando videos y chistes por WhatsApp?
 Sin querer estamos contribuyendo a dejar mucho más que infinitos rollos de papel higiénico de datos  intrascendentes y superfluos. Estamos desperdiciando energía, el tiempo, los recursos.  Y yendo más lejos: ¿no les estamos dando una entidad especial a esos datos con nuestro empeño en transformarlos a toda costa en información? (Por ejemplo, ¿sabes que podrías medir tu temperatura corporal todos los días con tu I phone y obtener estadísticas interesantes al cabo de, por ejemplo, un año?)
Hay algo que me falta. Vivimos en una sociedad que venera los datos como método de llegar a ciertas verdades. El big data ha surgido con fuerza en nuestra sociedad creando puestos de trabajo, nuevos negocios basados en nuestros hábitos y una nueva manera de los gobiernos de controlarnos aún más pero yo sigo preguntando. ¿Estamos haciendo las preguntas correctas para comprender mejor la realidad? Toda búsqueda de la verdad —con datos o sin ellos— requiere de una pregunta que nunca es trivial. Amazon parece acertar cuando me recomienda comprar zoquetes cuando compro zapatillas pero ¿Qué pasa con los gobiernos? ¿Harán las preguntas adecuadas? ¿O torturarán esos datos para responder a sus preguntas? ¿Sacaran las conclusiones correctas? ¿Nos perseguirán sin razón aparente? Vivimos en una nebulosa que solo acrecienta nuestro temor.
Fuente:https://www.flickr.com/photos/no-cctv/8960272042 

El voyeur de Talese sabía que estaba vulnerando la intimidad de sus huéspedes pero no pensaba que estuviera haciendo ningún mal siempre y cuando ellos no lo supieran. ¿Podemos decir lo mismo de los gobiernos y las empresas? ¿Podemos hacer de cuenta que no sabemos que nos espían? El placer del voyeur de Talese pasaba, en parte, por no ser descubierto, su premisa era básica cuando cuenta cómo espiaba a su tía. El hecho de que ella no lo supiera le ocasionaba un placer erótico irrefrenable.
Las empresas y los gobiernos voyeurs que nos espían no parecen tener el placer en el centro de sus preocupaciones ni en que descubramos que nos espían. Simplemente les da igual en la medida en que no afecte su actividad. Volviendo al coreano sabio: vivimos en una sociedad pornográfica en la que hemos perdido incluso el placer de lo prohibido. “Todo espíritu profundo necesita de una máscara” (p.41).
Como ciudadanos y consumidores todos usamos una máscara. El voyeur espía con el placer de no ser descubierto y el consumidor se entrega a las redes sociales pero no abre su alma: simplemente ensalza aquellos aspectos de su vida que le interesa mostrar. Mostrar es parte del mercado. Todos los mecanismos del actual capitalismo nos llevan a mostrar aspectos de nuestra vida que no se corresponden fielmente con nuestra vida cotidiana. Decidimos qué queremos exhibir y lo transformamos en algo bonito, conmensurable y dinerario. Subiré aquella foto bonita en donde estoy caminando en la playa con mi novia mientras recuerdo que aquel día, me despidieron del trabajo, tuve que pedir dinero prestado, me peleé con mi madre y encima, para colmo, acabo de pisar caca de perro. Esa foto en la playa resume solo un efímero grano de arena en mi miserable vida plagada de desventuras y dificultades.
Ha salido un rayo. Yo ya estoy soñando con un vermuth fresquito y unos pepinillos con cebollitas.

Sí, las pequeñitas. 

Fuentes:
Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder, 2013, España
Talese, Guy, El motel de voyeur, Alfaguara, 2016. 

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