El otro día me senté a tomar un café. Debo decir que a veces cambio de cafetería. Algunos camareros son charlatanes y terminan preguntándome cuándo me voy de
vacaciones. Son gente macanuda (maja). Los veo a menudo y, de alguna manera, tengo más
trato con ellos que con algunos miembros de mi familia.
Sin embargo, cada tanto tengo el impulso de cambiar de bar. Alejarme unas
cuadras. Y me veo en esas diatribas estúpidas del tipo: “es verano, si voy, me
preguntará cuándo me iré de vacaciones”, “me hablará de sus hijos y tendré que
hablarle de los míos”, “se fijará cuánta propina dejo y sacará conclusiones
sobre mi renta, sobre mi trabajo” “me verá siempre solo, pensará que no trabajo
o que no tengo pareja o que estoy de levante”.
Todo ese pensamiento obsesivo es el que me ha llevado a cambiar de bar y evitar
tener sobre mi cabeza las especulaciones, ficticias o no, del camarero.
Lo que está claro es que por el mero
hecho de traspasar la puerta de nuestras casas ya estamos dando mucha información —al camarero,
al portero, al barrendero que pasa todos los días por el mismo lugar—.
Me dirán que estoy perdiendo la razón pero a menudo me veo envuelto en
conversaciones acerca de mi vida con gente a la que considero extraña. Es curioso.
Tenemos una esfera íntima pero el contacto con el mundo exterior nos obliga a
derribar algunos muros. Y es en ese derribe cuando debemos dar explicaciones. Y
cuando, a menudo, tenemos que mentir. O tenemos que variar nuestro accionar.
En definitiva, empezamos lenta e inexorablemente a perder libertad.
Ya he comentado que el concepto de
privacidad
ha ido mutando a lo largo del tiempo, conforme lo ha hecho al avance tecnológico.
No descubro nada nuevo si digo que la noción de lo público y lo privado ha ido
cambiando y muchos estudiosos se han dedicado a analizar este fenómeno
.
Hace unos días saltaba a la luz el
caso
de Yanina Latorre y Diego Latorre. Unos audios y unas imágenes que muestran
cómo el futbolista habría engañado a su mujer. Lamentablemente, nos hemos ido
acostumbrando a que estas noticias sean la normalidad.
|
Para muchos el amor es una forma de cárcel. Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/65/Cadenas_du_pont_des_Arts.JPG |
Señores, los cuernos han existido siempre. La cuestión radica en que una vulneración de
este tipo afecta siempre a más personas que a las directamente involucradas.
La violación de la intimidad se asemeja a que entren a tu casa. O incluso
yo diría que es peor. Se pone en la
esfera pública aspectos que pertenecen a la esfera privada. En realidad, da un
poco igual que lo que se diga sea verdad o mentira. Basta con que te atribuyan
unos hechos para que se cree una corriente de opinión que poco le interesa la
verdad.
La verdad no es lo importante en esta nueva era del big data. Las creencias y la superstición son
esenciales para establecer una opinión pública.
¿Qué más da que sea Diego Latorre el de las imágenes o los audios? Es
irrelevante. La corriente de opinión es tan fuerte y el tsunami informativo tan
bestial que ya se han instalado una
serie de nociones que será muy difícil de borrar.
Algunos llaman a este fenómeno —a mi juicio de forma un poco cursi— la
posverdad. Me suena a vocablo de
moda pero resume un poco lo que está pasando en este momento con la privacidad.
Incluso vamos un paso más allá. Nos violan la intimidad de todas las maneras.
Las empresas. Los gobiernos. Entre
nosotros. Y por si fuera poco, si fracasa lo anterior, basta con simular
situaciones íntimas para que estas pasen a la categoría de verdad. El daño es
el mismo. O diría, incluso mayor. Estamos asistiendo al lado más oscuro de las
nuevas tecnologías.
Ya he hablado largo y tendido sobre privacidad y sobre los delitos que se
están cometiendo a raíz de esto (ya he comentado
en
otros artículos la dificultad de tener estadísticas sobre el tema: la
gente no denuncia, en muchas ocasiones
no tiene la conciencia de estar violando un derecho y las empresas son reacias
a confesar que han sido víctimas de algún tipo de violación a la privacidad.
Este contexto no ayuda a dimensionar realmente el problema
).
Es preocupante pero es aún
más inquietante saber que no podemos controlar ese flujo de información que
anda dando vuelta por ahí. Es como un Frankenstein, un alien deforme y
conformado por verdades a medias, mentiras en toda regla, creencias, malos
entendidos. Y la creatura va creciendo patológicamente como un tumor. Se mueve
con facilidad. Crece en forma aritmética. Anda de acá para allá dando vueltas por el espacio. Es invisible durante mucho tiempo y cuando menos te lo esperas, el Frankenstein
—deforme, poderoso, amorfo como una medusa— te explota en el rostro.
E insisto: corneros y cornudos han existido siempre, pero lo novedoso es
este nivel de exposición pública que puede llevar a situaciones de estrés tan
severas que en algunos casos puede conducir al suicidio o la depresión de una
persona. Nadie está exento de esto. Ni los famosos ni los anónimos.
De momento, lo dejamos acá. No quiero cansar al lector. Mañana la segunda
parte en donde hablaremos sobre por qué estamos perdiendo la visión moral de
las cosas gracias al entretenimiento barato que creamos y consumimos como
prosumidores. En donde la pérdida de privacidad, es el principal
ingrediente.
Disfruten de la vida. Es corta. Y tiene cosas maravillosas.
Etiquetas: Alan Westin, libertad, posverdad, privacidad, protección de datos, Yanina Latorre