En algunas culturas, se cree en la vida eterna y en la
reencarnación. En que podemos mutar de
un ser humano a otro. O de un caballo a un cochero y de un cochero a un caballero
como en la maravillosa fábula de George Sand El perro y Flor sagrada.
Esto puede ser muy bueno para todos aquellos que no encuentran consuelo con una
sola vida. ¿Qué mejor manera de capear el temporal que pensando que ya vendrá
otra vida en la que nos cobraremos lo que hemos sembrado en esta?
Aunque parezca curioso, esto es lo que pasa con muchos
escritores y artistas en general y lo que pasó con H.P Lovecraft como narro a
continuación. Solo unas pequeñas pinceladas para que los lectores vean la íntima
y casi obscena relación entre el dinero y la cultura. Entre lo crematístico y
lo intelectual.
Lovecraft era un hombre solitario, que vivía con su madre
y con unas tías solteras. Se le conoció una mujer con la que se casó y se
separó. Se educó prácticamente en casa porque era un niño enfermizo. A pesar de
eso, logró dedicarse a la escritura. Armó algo parecido a un grupo, un club y
muchos discípulos empezaron a seguirlo y a admirarlo. La genialidad de su
literatura no impidió que fuera pobre y tuvo que dedicarse a otros trabajos
como corrector de obras de terceros para poder sobrevivir. El mercado le
dio la espalda aunque a su muerte, sus amigos y discípulos se pusieron las
pilas para publicar su obra que, con los años llegó a conocerse en el mundo
entero. Lovecraft no tuvo hijos ni a quien legar los beneficios póstumos pero
imagino que deben hacer sido muchos porque se convirtió en uno de los autores
más vendidos del mundo.
Recapitulemos: en vida el tipo se dedica a escribir. No
tiene tiempo para el marketing. Tiene que escribir, leer y escribir. Malvive
con otros trabajos pero nunca se puso a pensar que tenía que aprender técnicas
de marketing para vender sus libros. En cualquier caso, el mercado fue implacable
con él en vida. Sin embargo, a su muerte, son sus amigos y discípulos los que
toman la posta y difunden su obra. Como si se necesitaran varias décadas para
que “eclosione” el negocio. Cuando pienso en su vida, me recuerda la existencia
de un monje. Una vida muy recluida. Sin mujeres. Sin familia que mantener. Sin
nadie a quien cuidar. Solo dedicado a su arte y con unos amigos dedicados a
hacer el marketing por ti. Por suerte, Lovecraft no vivió los tiempos modernos
en donde la inmediatez manda. Hoy en día nadie consideraría a Lovecraft un
trabajador. Sus amigos le preguntarían, ¿Cuánto ganas? ¿Te da para vivir? ¿Qué
salidas laborales tiene eso que haces? ¿Los haces por hobby? ¿Por qué no haces
un máster?
Sabemos que es uno de los trabajos peor pagados. Eso
dicen las encuestas pero… ¿es así? Yo diría que es uno de los peor pagados… en
vida. Lovecraft no llegó a ver los beneficios de su obra
pero si hubiese tenido hijos a lo mejor, ellos sí. ¿A dónde fue a parar ese
dinero? ¿Realmente podemos decir que el mercado “remuneró” a Lovecraft
demasiado tarde?
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By Lucius B. Truesdell (Life time: Unknown) [Public domain], via Wikimedia Commons |
Tengo otro caso para comentar: Jean Jacques Rousseau era
un crack en lo suyo. Más que un crack, una de las mentes más brillantes que
alumbró el siglo XVIII. Fue un teórico del Estado, un filósofo, un músico. Un
personaje que escribió obras que han pasado a la posteridad. Sin embargo, si
analizamos su vida vemos que acabó exiliado de su tierra. Perseguido. Errando de
acá para allá. Buscándose problemas con todo el mundo. Hay una anécdota muy
graciosa que cuenta en sus Ensoñaciones
de un paseante solitario (Alianza). Él está caminando por la calle cuando
le cae encima un gran danés que sale volando de un carro.
El perro es tan grande y pesado que Rousseau pierde el conocimiento y es
atendido por unos transeúntes que lo reaniman y vuelve a su casa. Roto, magullado
y convaleciente se queda tranquilo recuperándose. Pasa las siguientes semanas
curando sus heridas. Desaparece de la escena púbica hasta el punto de que su
entorno empieza a escribir obituarios en los periódicos porque lo creen muerto.
La historia es hilarante porque él tenía muchos enemigos. Rousseau era un buscapleitos.
Un ser magnífico que no sabía ganarse la vida. Tenía hijos por doquier a los
que dejaba en hospicios porque no los podía mantener. Tuvo la suerte de
frecuentar las altas esferas, acostarse con una duquesa que lo mantenía, o irse
a vivir con un fraile para escapar de la policía. Luego, su amigo Hume lo aloja
en Reino Unido y le consigue alojamiento pero termina peleado con todos. Al
final, muere de regreso a Francia en casa de otro amigo. Lleva una existencia
errante en donde vaga de casa en casa para sobrevivir. Se refugia en los
poderosos aunque su hosco carácter lo mete en problemas. Pero analicemos una de
sus obras. Cualquiera. Tuvo muchos best sellers. Sin embargo, su Teoría del contrato social ha sido y es una de las obras más
vendidas de no ficción. Si los tiempos no hubiesen sido tan puñeteros, Rousseau
hubiese sido millonario tanto o más de J.K Rowling pero necesitó otra
generación para que su obra se hiciera mundialmente conocida. Es como si
hubiera una desconexión completa entre los tiempos del mercado y los tiempos
del creador.
Hay una brecha, señores. Una brecha interesante entre las
necesidades de subsistencia del creador y los beneficios que recibirá, digamos
treinta años después, ¿qué podemos hacer para salvar esa brecha? ¿Debemos
salvarla? Algunos organismos internacionales como la UNESCO parecen apuntar en
ese sentido. Proyectos como el Fondo
Internacional para la diversidad cultural, proponen, a través de la creatividad
fomentar actividades que generen empleo e inclusión. Suena bonito pero
realmente ¿es esto lo que está sucediendo? ¿Sirve esa inversión en cultura para
mejorar otros aspectos de la sociedad? He hablado con ciudadanos comunes. Que no
son artistas sino trabajadores que dedican el poco ocio que tienen a consumir
cultura. Gente que está dispuesta que parte de sus impuestos vaya a sectores en
los que la curva entre los sacrificios y los beneficios del artistas no se
compensan en una sola vida. Es decir, gente que está dispuesta a considerar a
la cultura un bien público, similar a la educación o la salud.
Algunos economistas hablan de bienes de
mérito, bienes que surgen por una preferencia comunitaria “social, no
individual, al que tienen derecho a acceder todos sus ciudadanos aunque algunos
de ellos no lo deseen” (p.59).
Pero, ¿qué piensa el resto de población que no consume
cultura y no quiere pagar con sus impuestos al colectivo de creadores por
fomentar la diversidad y la inclusión?
Quedan estas preguntas pendientes. Sobre cómo la sociedad ve a los creadores en tanto
trabajadores de la cultura y sobre cómo los ve el ciudadano que paga impuestos.
No tengo una respuesta clara. Encuentro muy buenos
argumentos para las dos posturas. Sin embargo, por cariño, intuición o algo que
no puedo explicar, me apunto más a una que a la otra. Al final, donde la
ciencia no llega ni los hechos incorruptibles, nos queda la intuición. Ese saber
guardado en nuestros corazones que nos dice cómo actuar.
Disfruten lo que queda de invierno...o del verano.
Etiquetas: bienes culturales, bienes de mérito, bienes intangibles, diversidad cultural, economía de la cultura, Lovecraft, Rousseau