Hoy hablamos de arte y economía en clave histórica y actual. Como siempre, lo hacemos con filosofía y con ganas de seguir investigando qué es esto de la estética y de la economía.
¡Disfruten!
España
está viviendo uno de los períodos más turbulentos, en términos económicos y
sociales, desde el comienzo de la democracia. De acuerdo a los datos de la
última Encuesta de Población Activa, la tasa de paro ha
superado ya el 26% de la población mientras que el PIB se sigue contrayendo por
quinto año consecutivo (un 1,3% con respecto al año anterior). Por otra
parte, el porcentaje de residentes en España que viven bajo el umbral de la
pobreza ya supera el 20%.
Con estos datos
sobre la mesa y la realidad cotidiana de cada día, es posible que —tal vez
ingenuamente— algunos se pregunten cuándo saldremos de este atolladero.
Sin
embargo, si quitamos la lupa del caso español, podemos observar que nada nuevo
está sucediendo. Mejor dicho, dado que todos los grandes países pertenecientes
a zonas más o menos ricas, han tenido crisis financieras, en muchas casos
ligadas a burbujas inmobiliarias—Tailandia, México, Brasil, Argentina, lo extraño hubiese sido pensar que a España
no le iba a tocar. Pero bueno, aquí estamos.
El 16 de
noviembre de 2011 la empresa Telefónica pedía disculpas vía Twitter por haber
usado la imagen del 15 M para su publicidad de SMS gratuitos. En uno de sus anuncios
emulaba una supuesta asamblea de indignados en donde se debatían las
necesidades tecnológicas de un grupo de jóvenes. El anuncio tuvo tanta
repercusión (negativa) que no hubo más remedio que pedir perdón. Pero, ¿por
qué es relevante todo esto?
Porque
este incidente constituye una muestra clara de hasta qué punto el capitalismo
puede ser tal hábil como para apropiarse convenientemente de símbolos que dicen
combatir justamente el actual sistema económico y político.
Esto
lo vemos en muchos aspectos de nuestras vidas: en el arte, en la propaganda, en
la manera en que grandes empresas utilizan una idea, en la moda. En definitiva,
lo vemos a diario en nuestras vidas.
Nada
nuevo bajo el sol, dirán algunos. Efectivamente ya muchos teóricos, pensadores
o simples ciudadanos de a pie se han dado cuenta hace rato que en el capitalismo actual, ya no
se trata de vender productos. Eso ya fue.
Estamos hablando de ideas, de símbolos y, como mucho, de acceso.
En
definitiva, estamos hablando de cultura.
En el presente trabajo, intentaremos
abordar la compleja relación entre la cultura, o más bien, entre el arte y la
economía. Trataremos de hacerlo desde
dos ópticas. Desde la del filósofo devenido en teórico del arte y desde la del
economista curioso para ver si es posible, de una vez por todas, un
acercamiento que sea fructífero para ambas partes. El lector dirá si lo hemos
logrado.
Para ello abordaremos tres
cuestiones (sin perjuicio de que existan más). Por supuesto, no seremos exhaustivos
en las temáticas. Han sido tantas e innumerables a lo largo de la historia que
no acabaríamos nunca. Por ello, me centraré en tres aspectos que puedan ser
servir de vía de entrada para explorar
otras áreas de interés.
Como cuestión preliminar,
abordaremos los aspectos históricos que involucraron el nacimiento de estas dos
disciplinas, me refiero a la estética como rama autónoma dentro de la filosofía
y a la economía política como ciencia.
Para
ello, haremos un breve análisis socio económico y político del contexto de la época
para lograr entender la coyuntura en que surgieron estas dos disciplinas de
estudio. Es decir, abordaremos los cambios más importantes acontecidos en torno
al siglo XVIII y XIX. Terminaremos este apartado relatando brevemente el origen
y nacimiento de la economía de la cultura,
subdisciplina dentro de la economía que intenta explicar y cuantificar la
actividad cultural en términos económicos. Contaremos en este apartado, como
base, con dos magníficos historiadores W. Tatarkiewicz y Eric Roll. Y para la parte referida a la
economía de la cultura, contaremos con el ya famoso Manual de Economía de la Cultura de la economista Ruth Towse.
A continuación nos centraremos en la
delimitación que ambas disciplinas han hecho de sus objetos de estudio. Para
ello, abordaremos en clave histórica cómo ha ido evolucionando el concepto de
arte y cómo lo entienden los filósofos y los economistas. Por último, analizaremos el concepto de creatividad y su
evolución hasta llegar a los estudios de
Naciones Unidas sobre las industrias
creativas. Para ello, esbozaremos las principales características del capitalismo cultural y analizaremos el
actual “culto a la creatividad”. En este apartado, seguimos contando con la
obra de Tatarkiewicz y además analizamos algunos informes de organismos
internacionales referentes a las industrias
creativas.
Por último, analizaremos uno de los
temas más espinosos que unen a teóricos de arte y economistas: la búsqueda de
la autonomía del arte y su fuerte enfrentamiento con los postulados económicos.
Intentaremos dilucidar las luces y las sombras del actual capitalismo cultural
así como los desafíos a los que debe enfrentarse la autonomía del arte en este
contexto. Para ello, en este apartado describiremos los principales cambios que
ha experimentado el capitalismo en los últimos años y cómo ello ha repercutido
en la búsqueda de la autonomía del arte.
Para poder comprender mejor estos fenómenos contaremos con las aportaciones de
Jordi Claramonte y esbozaremos algunas propuestas que se ha hecho desde el arte
para poder mantener esa autonomía.
Por cuestiones prácticas, todas las
referencias a notas de actualidad irán en notas al pie de página ya que,
creemos, es más cómodo para el lector.
Esperamos que este estudio
contribuya a entender algunas de las interacciones y contradicciones inherentes
a la economía y el arte, en el actual entorno del capitalismo cultural, y pueda
servir para abrir nuevas vías de análisis.
No es casual que dos disciplinas tan
dispares y tan, aparentemente alejadas entre sí, hayan surgido con fuerza a lo
largo del siglo XVIII. Muchos coinciden en señalar la publicación de La riqueza de las Naciones de Adam Smith
en 1776 como el comienzo de la Economía como ciencia. No es que no existieran teóricos hasta
entonces que hayan querido señalar algunas de las claves del inminente sistema
económico que se estaba fraguando pero muchos convienen en señalar que Adam
Smith logró explicar los mecanismos en que estaba empezando a funcionar el
incipiente capitalismo industrial (Roll, Torner, Chávez Ferreiro, & Fondo de Cultura
Económica, 2003).
En
este sentido, la obra de Adam Smith, aparecida al finalizar el siglo XVIII,
culmina un proceso que ya habían empezado otros teóricos ingleses y franceses
como Petty, Cantillon, North o Locke. Pero, “la hazaña de Smith y de Ricardo
consistió en poner orden en el estado caótico de la investigación económica. A
ese orden, se le ha dado el nombre de sistema clásico” (Roll et al.,
2003)
que comprende básicamente la obra de Adam Smith y de David Ricardo.
Para
entonces, ya se había dejado atrás el capitalismo de los mercaderes; los
Estados Nacionales, como garantes del poder económico, ya estaban consolidados
en todos los grandes países de la región y los avances tecnológicos de la época
dieron lugar a uno de los pilares más importantes de la acumulación de capital
a gran escala: estamos hablando de la Revolución industrial. Sin ella no
podemos explicar el surgimiento de la economía política como disciplina de
estudio. En efecto, Adam Smith es testigo de un mundo en plena ebullición.
Por
otra parte, la retirada de la Iglesia de las esferas del conocimiento
científico significó un avance en todos los órdenes del saber y el surgimiento
del mercantilismo como sistema
económico previo al capitalismo, posibilitó que el Estado y el progreso
económico destruyeran definitivamente el poder que antes tenía la Iglesia y fue
un gran condicionante para lo que vendría después: la era de la acumulación del
capital.
Cuando Adam Smith publica su obra,
varios acontecimientos tienen lugar de manera casi simultánea, el primero y más
importante: la independencia de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, empieza a
surgir una creciente desconfianza hacia el Estado como actor esencial de la
vida económica. Evidentemente, lo vemos reflejado en la obra de Adam Smith en
varios pasajes de su obra pero especialmente en su célebre cita:
y al orientar esa actividad de manera de producir un valor
máximo él (el individuo) busca solo su propio beneficio, pero en este caso como
en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en
sus propósitos. (Smith & Rodríguez Braun, 2004,
p.554)
Sin
embargo, conviene destacar que Adam Smith no llegó a ver los grandes cambios
que supuso la nueva era del capitalismo industrial. Sin embargo, Inglaterra
como cuna de la Revolución Industrial experimentó este creciente proceso de
desconfianza hacia el Estado en primer lugar:
A mediados del siglo XVII fueron abolidas en
Inglaterra muchas de las reglamentaciones que restringían la industria
nacional. Otras, la reglamentación de los salarios, no desaparecieron
definitivamente hasta 1813. Las leyes que reglamentaban el aprendizaje y las
condiciones de producción en muchas industrias acabaron por ser
inoperantes al ampliarse la producción y
desarrollarse el sistema fabril; y cuando el Estado las derogó en el siglo XIX
no hizo más que refrendar un hecho consumado(Roll et al., 2003).
Probablemente, Adam Smith le deba a
John Locke sus ideas acerca de la propiedad privada. En definitiva, todo el
castillo intelectual en el que se basa el liberalismo económico se sustenta en
muchas de las ideas que postuló este pensador en su Segundo Tratado.
Para
él, el trabajo no solo es fuente de valor sino que justifica la propiedad de
las cosas. “Así, esta ley de la razón asegura la propiedad del siervo al indio que lo
mató. El animal pertenece al que puso su trabajo en cazarlo, aunque antes
perteneciese a todos por derecho común”(Locke, 1999).
En cualquier caso, conviene hacer un inciso antes de
continuar: a pesar de que muchos señalan a Adam Smith como fundador de la
economía política, los primeros pensadores económicos que siguieron a Smith
provenían de otras profesiones y no hacían una reflexión que tuviera ansias de
universalidad.
Es verdad que la obra de Smith, tal como sugiere su título, se proponía
explicar la causa de la riqueza y la pobreza de las naciones pero, no nos
engañemos, cualquiera que lea su obra se dará cuenta que en realidad Smith se
ve impelido a escribir esta obra exigido por los acontecimientos de su tiempo.
En este sentido, La riqueza de las
naciones es un producto netamente inglés y casi podríamos decir que la
economía política, tal como se concebía, era economía básicamente inglesa.
La
economía de hoy en día, tal como la conocemos, con sus modelos y sus teorías se
remonta en realidad a los rigurosos postulados de la revolución neoclásica
surgida en el siglo XIX, en ellos sí, se observa una disciplina que postula
leyes universales, apoyado en un fuerte herramental matemático, que no tiene en
cuenta las especificidades de los países.
La economía de mercado actual, a grandes rasgos, se sustenta justamente
en esa nueva corriente que surge en 1870 llamada marginalismo. Esta escuela, se aleja de las preocupaciones de los
clásicos en torno a la producción y sitúa el problema en el individuo.
Según esta corriente, el valor no se haya en el trabajo sino en la
escasez. Su teoría subjetiva del valor se funda en el concepto de utilidad marginal. En este sentido, esta escuela pone el énfasis en el
consumo y no en la producción.
Otro cambio importante fue el despojo de la historia como método de
explicar el proceso económico. En los clásicos, veíamos cómo la economía de
mercado de entonces era explicada en términos históricos, sin embargo, esta
nueva escuela es ahistórica e intenta entrar en la psicología individual. Las
escuelas de la utilidad aspiran a la universalidad ya que sus postulados
pretenden ser válidos para cualquier sistema económico (Roll, 2000).
No nos adentraremos en sus vericuetos, simplemente hemos querido esbozar
unas líneas sobre el cuerpo de postulados económicos que sostienen a la ciencia
económica de hoy en día y, por consiguiente, a la naciente economía de la cultura. Pero ya hablaremos con más detalle de esta
subdisciplina.
De momento, volvamos a nuestro relato histórico.
Visto en contexto, los hechos históricos anteriormente
señalados (retirada de la Iglesia de los ámbitos de poder, auge y decadencia
del Estado, surgimiento de las primeras ideas en torno al liberalismo
económico, la Revolución Industrial)
facilitaron el surgimiento de la industria cultural a gran escala.
Si consideramos los países europeos que constituyen el nuevo núcleo
económico y social, Inglaterra, Francia, Italia, y los países germánicos,
podemos ver que empieza a aparecer un público aficionado a la lectura, con lo
que surge toda una industria en torno al libro: impresores, editores,
bibliotecas, etc. Asimismo, los instrumentos musicales como el piano empiezan a
estar presente en muchos hogares de la creciente clase media.
En este contexto, surge una burguesía capaz de
sostener a espectáculos como la ópera que antes eran subvencionados por la
Corte. Como apuntábamos antes, la retirada del Estado de algunas esferas
públicas hace que se relaje la censura y empiezan a aparecer obras de teatro
para un público más amplio.
Por otra lado, el surgimiento de la clase media como
consumidora de cultura explica en parte este crecimiento de la industria
cultural sin olvidar que el creciente proletariado fabril también se incorporó
al consumo cultural de la mano de panfletos y revistas baratas(Sassoon, 2006).
Y justo por esa época, en medio de
ese ambiente de cambio de sistema económico y social, un puñado de estudiosos
empieza a teorizar en torno al arte. Si la economía podía ser una disciplina
autónoma separada de la filosofía moral ¿por qué no podía la estética aspirar a
lo mismo?
Justamente,
nos falta explicar, cómo en esa coyuntura, se desarrolla la estética como
disciplina independiente dentro de la filosofía. Es lo que haremos en el
aparatado siguiente.
Al igual que en la economía, ya muchos
filósofos habían teorizado de forma aislada en torno al arte pero algo tenía
que cambiar y nosotros nos preguntamos ¿Cómo es que surge esta disciplina en
medio del floreciente capitalismo industrial? Pues, primeramente, debemos decir
que en Alemania ni podemos hablar de capitalismo ni de que sea floreciente. En
efecto, durante el siglo XVIII Alemania seguía siendo una nación
considerablemente atrasada desde el punto de vista económico. Incluso algunos
historiadores no dudan en afirmar que mientras Francia y Reino Unido se sumían
en una verdadera competencia por la industrialización de sus regiones, Alemania
vivía un resurgimiento bastante fuerte del mercantilismo(Roll et al.,
2003).
Y
es en este contexto que surge una figura como Alexander Baumgarten, discípulo
de Leibiniz y de Wolff que con solo 21 años,
identificó cognitio
sensitivia, el conocimiento sensible, como el conocimiento de la belleza,
denominando el estudio del conocimiento de la belleza con el nombre grecolatino de cognitio aesthetica, o estética para
resumir”(Tatarkiewicz, 2008).
Es
decir, la belleza podía ser una forma de conocimiento pero un tipo de
conocimiento distinto al lógico. De esta manera, los estudios sobre la belleza
quedaron definitivamente separados de los estudios de ética y de lógica.
Pero
este es el final de la historia. Volvamos a Inglaterra y al debate en torno a
la belleza que se desató en ese entonces. Sería ingenuo pensar que por estar
enfrascados en los duros albores de su industrialización, iban a dejar de lado
temas tan sensibles como la belleza.
En
este sentido, nos toca volver a Locke ya que como individualista, el énfasis lo
puso en los aspectos psicológicos del individuo, “sustituyendo el análisis del
ser por el análisis de la mente”(Tatarkiewicz,
2008).
Otro filósofo que ahondó en esta idea y que iba a tener una gran influencia en
Inglaterra, fue Shaftesbury quien priorizó el tema de las emociones a la hora
de vivir una experiencia de belleza.
De
esta manera, estos teóricos se preguntaron cual podía ser la facultad de la
mente capaz de explicar de manera solvente la belleza sin tener que acudir al
razonamiento y a la lógica. Así surgió la idea de gusto, una facultad que se supone que posee el ser humano para
distinguir lo bello de lo feo.
En cualquier caso, las cosas
empezaron a cambiar al promediar el siglo. Algunos filósofos no estaban de
acuerdo con la manera en que Shaftesbury
explicaba la experiencia estética. Estudiosos como Hume y Hartley recurrieron a
las asociaciones para poder explicar la experiencia estética.
Por otro parte, como se pudo esbozar
antes, en Alemania, se creía que la estética otorgaba una suerte de
“conocimiento irracional” y se lo consideraba incluso inferior a otros tipos de
conocimiento. En efecto, Baumgarten tuvo
el mérito de aunar bajo un mismo nombre una serie de trabajos que hasta la
fecha estaban dispersos de tal manera que esos estudios de la belleza navegaban
indecisos entre la esfera del arte y la ciencia (Kant & García Morente, 1977).
Tuvo
que llegar Immanuel Kant al siglo
siguiente para realmente poner orden en esta nueva ciencia. Para ello, se
propuso conciliar las dos posturas anteriores en una nueva y novedosa
propuesta.
Obviamente, no es objeto de este ensayo
exponer o relatar la obra de Kant simplemente nos limitaremos a dar unas pinceladas
de lo que significó para el desarrollo de la estética como disciplina autónoma.
Aunque hay alguna polémica en torno
a quien realmente fundó la estética, podemos decir que Baumgarten le puso el
nombre que englobó distintas reflexiones en torno al arte pero fue Kant el
primero en intentar sistematizar el estudio de la estética como nueva
disciplina filosófica.
En este sentido, la estética, a
diferencia de la economía parecía navegar confusa entre la ciencia y el arte,
aquella entelequia que Baumgarten llamó “conocimiento sensible”.
Sin
embargo, la obra de Kant no pretende remplazar la ciencia por un nuevo tipo de
conocimiento, simplemente se propone explicar la experiencia estética apelando
a dos conceptos poderosos: por un lado
postula que el juicio del gusto es
estético porque para decidir si algo es bello o es feo no apelamos a la razón
ni a la lógica sino que apelamos a los sentidos y a la imaginación. En este
sentido, Kant continua la idea ya basada por los subjetivistas. Si queremos entender
la belleza de un objeto debemos estudiar al receptor de esa obra de arte no al
objeto en sí mismo. En este sentido, las cosas no son bellas o feas de forma
objetiva sino que en relación al sujeto que las percibe (Kant & García Morente, 1977).
Hasta
aquí todo bien: la idea de belleza es subjetiva. Parece que no ha dicho nada nuevo, sin
embargo, si seguimos leyendo observamos que Kant pretende que el juico del
gusto tenga “pretensión de universalidad subjetiva”. Pero… ¿en qué quedamos?
Para explicar este complejo asunto,
Kant apela a dos tipos de juicios del gusto, aquel juicio del gusto de los
sentidos que carece de validez universal, es aquel que refleja simplemente
nuestro juicio acerca de algo apelando a los sentidos y hay otro tipo de juicio que surge de la reflexión, es este tipo de juicio el
que apela a la universalidad. Es decir, son juicios del gusto que exigen la
universal aprobación. Kant (1978) no lo
podría explicar mejor:
Pero aquí hay que notar, ante todo, que una
universalidad que no descansa en conceptos del objeto (aunque solo sean
empíricos), no es modo alguno lógica, sino estética, es decir, que no encierra
cantidad alguna objetiva del juicio, sino solamente una subjetiva; para ella yo
uso la expresión validez común, que
indica la validez no de la relación de una representación con la facultad de
conocer, sino con el sentimiento de placer y dolor para cada sujeto (p.113).
Visto desde el punto de vista de un
economista suena, por lo menos raro, al fin y al cabo la economía es una
disciplina que aspira a ser una ciencia universal. De momento, lo dejamos acá.
Ya iremos desbrozando otros aspectos de esta teoría.
Ahora
toca volver a nuestro relato histórico. El final del siglo XVIII significó para
el arte la ruptura definitiva con sus viejas ataduras (la religión, el Estado,
etc.) y empieza una nueva era en donde uno de los actores principales será por
primera vez, el mercado. Justamente, es
en ese momento que comienza el verdadero proceso de “autonomización del arte” (Liessmann
& Ciria, 2006).
Veremos
si, este proceso, a la luz del contexto socio económico cambiante del siglo XIX
y XX, logra su cometido y en qué medida podemos seguir llamándolo arte. Pero
antes, será preciso saber algo tan básico como a qué llamamos arte y cómo lo
ven los filósofos y… los economistas, claro.
Y antes de eso, conviene cerrar este
apartado dedicando unas palabras a esa nueva disciplina que surge dentro de la
ciencia económica para explicar la dinámica artística. Nos referimos a la
economía de la cultura.
A menudo
el mundo del arte y el mundo de la economía han estado reñidos por preconceptos
desde ambas partes.
En determinados
círculos, está mal visto hablar de dinero. Para muchos, el dinero lo envilece
todo y transforma al arte en una mera mercancía. En otros casos, se piensa que
aplicar criterios económicos al arte es una manera de transformarlo en un
producto del mercado. Otros tantos se
preguntan si el Estado debe subvencionar algunas formas de arte o si se debe
enseñar arte en la escuela.
Muchas
de estas diferencias en la manera de concebir el arte parten de premisas
diferentes y, en definitiva, de qué entendemos por arte y de qué función
creemos que debe cumplir en la sociedad.
Por eso
creemos necesario reflexionar sobre los siguientes asuntos de difícil
refutación:
1. Las cuestiones o
dilemas antes expuestos, en definitiva, son dilemas económicos.
2. Los artistas, en
virtud de su pertenencia al reino animal, necesitan comer para sobrevivir.
Estas dos premisas nos llevan a lo importante: la economía tiene algo que
decir de todo esto. Nos guste o no.
Y aquí entran los economistas. Y la economía
de la cultura.
La primera
pregunta que se hace un economista cuando reflexiona es ¿Cuáles son las
características económicas de un bien cultural?
Una
creencia bastante arraigada en determinados círculos es que el arte es un bien de lujo. En efecto, a lo largo de la historia las
clases pudientes utilizaban el arte como símbolo de status. Thorstein Veblen
(2011) lo describe maravillosamente en su libro Teoría de la clase ociosa. En el mismo, hace un relato en clave
antropológica e histórica sobre la evolución de las clases pudientes. Y nos da
algunas claves para entender los bienes de lujo. La primera de todas es que
consumir bienes de lujo, lo que él llama consumo
conspicuo requiere de un aprendizaje. ¿Y cuál es el objetivo? Justamente distinguirse
del resto. Incluso él se atreve a señalar que el origen de las fiestas tiene
este propósito, es decir, establecer una comparación odiosa entre el anfitrión
y sus invitados. Pero Veblen (2011) cuando escribe está pensando no solo en la
clase alta aristocrática sino también en la creciente clase media urbana que
tiende a emular el consumo de los ricos.
En efecto, si analizamos
algunos cuadros de pintura al óleo a lo largo de la historia podemos observar
claramente cómo se cumple esta premisa. No es casual que la pintura al óleo
como objeto de consumo ostensible surgiera justamente durante el capitalismo de los mercaderes, aquel que
glorificó a la ciudad de Florencia y que permitió a muchos banqueros amasar
grandes fortunas. Y fue justamente en esa época, en torno al siglo XVI que
comienza a haber un mercado del arte. En este sentido, tal como señala, Berger
(2000),
Lo que distingue la pintura al óleo de cualquier otra
forma de pintura es su especial pericia para presentar la tangibilidad, la
textura, el lustre y la solidez de lo descrito. Define lo real como aquello que
uno podría tener entre las manos (p.99).
Justamente a esto se refería Veblen
cuando hablaba de consumo ostensible. Pero volviendo a la teoría económica. Los
bienes llamados Veblen son aquellos que contradicen la tradicional curva de
demanda, ya que cuando aumenta el precio de un bien, en vez de descender la
cantidad demandada, ésta aumenta. Así funciona el consumo ostensible tal como
explicitaba Veblen. Por esta razón, algunos economistas postulan que algunos
bienes culturales puede que cumplan con este requisito. Ya veremos más adelante
cuando entremos de lleno en los principales rasgos de la economía de la cultura
si esto es así para todos los casos pero antes centremos en algunos dilemas concretos.
Algunos
políticos, y ciudadanos, se preguntan si el mecanismo de precios es suficiente
para asignar de forma óptima la cantidad de bienes y servicios culturales
socialmente deseables. En este sentido, algunos economistas piensan que algunos
bienes culturales tienen características de bien
público, similar a la educación y que reporta beneficios en la sociedad que
son intangibles. Por otro lado, la
demanda del consumidor tampoco revela toda información necesaria: a menudo los
bienes culturales son bienes de experiencia, que necesitan de un consumo asiduo
y de una formación previa para consumirlos (Towse, 2005).
Por último,
los bienes culturales desafían completamente a la tradicional teoría
marginalista del valor que postula que mientras más se consume de un bien,
menos utilidad marginal reporta (piénsese en el clásico ejemplo del vaso de
agua) mientras que en el caso de la música, del teatro o el cine, se da
justamente lo contrario (y si no que le pregunten a los fanáticos del
reggeaton).
Algunos
artistas se podrían preguntar, ¿qué me importa a mí lo que diga un economista
sobre mi arte? Sin embargo, si prestamos atención, en realidad todo esfuerzo intelectual del economista está puesto
justamente en justificar de la manera más solvente posible la existencia del
arte. Las políticas culturales consisten en eso aunque a menudo sirvan para
subvencionar aquellas obras que cumplan con aquellos criterios que el Estado de
turno considera socialmente necesarios para su comunidad. Será discutible si el
INAEM debe dedicar más de 7 millones de euros a subvencionar la difusión del
teatro y el circo en un país con 6 millones de personas en paro pero, instalar
un debate económico y serio, podría ser bueno para ambas partes.
Pero antes,
hablemos de porqué algunos creen que la gente del teatro debe recibir ayudas
públicas.
Muchos consideran
que la publicación de Performing Arts:
The Economic Dilemma de William Baumol y William Bowen marcó el nacimiento de la
economía de la cultura como subdisciplina dentro de la Economía.
En realidad estos
economistas, lo que hicieron fue extrapolar y cambiar, más o menos a su antojo
un viejo modelo de crecimiento económico. Los que hayan estudiado economía e
incluso, los que no pero hayan sido lo suficientemente sagaces, sabrán que las
economías que se encuentran en los estadíos tempranos de desarrollo, suelen
tener una productividad baja en relación a aquellas economías más
desarrolladas.
En los modelos
económicos, la productividad está ligada, a grosso modo, al uso de tecnología y
trabajo, aunque más de la tecnología ya que la fuerza de trabajo tiene un límite
físico que no se puede superar. Sin embargo, el potencial de la tecnología para
aumentar la productividad es inagotable.
Por esta razón,
algunos economistas, que suelen tener tendencia a simplificar las cosas,
dividen los sectores entre aquellos progresistas
y los estancados. La industria, a grosso
modo, pertenece al sector progresista ya que se pueden dar aumentos de
productividad ligados a mejoras en los métodos de producción.
Difícilmente el
sector de los servicios pueda ser calificado de esa forma ya que los
incrementos de productividad son muy débiles en comparación con el otro sector.
Por esa razón, si consideramos que la remuneración de los trabajadores se fija
en función de la productividad, cabe esperar que el precio de la mano de obra
del sector “progresista” sea mayor a la del sector servicios, el quid de la
cuestión es que en economías que han alcanzado un desarrollo considerable y
que, en principio, tiendan al equilibrio de sus agregados económicos, los
salarios se terminen igualando en todos los sectores ya que el costo de vida
también es alto y para poder atraer a los trabajadores al sector de los
servicios más vale que puedas pagar un salario que, por lo menos, le
permita cubrir su costo de vida en ese
comunidad.
Por esta razón,
no es de extrañar que un peluquero en Manhattan te cobre por un corte de pelo,
lo mismo que cobra un abogado de honorarios en una hora.
Baumol y Bowen
creían que algo parecido sucedía en el sector de las artes escénicas. James
Heilbrun, economista de la Universidad de Fordham nos lo explica claramente
dado que el trabajo del artista es de hecho el
producto—el cantante cantando, el bailarín bailando, el pianista tocando—, no
existe realmente modo alguno de aumentar la productividad por hora. Hoy en día
cuatro músicos necesitan el mismo tiempo para interpretar un cuarteto de cuerda
de Bethoven que en 1800(Towse, 2005).
Por esta razón,
en una economía en crecimiento, los costes unitarios de las artes escénicas tienden
a subir a medida que pasa el tiempo y la productividad tiende a estancarse,
esto produce una brecha que debe ser
compensada de algún modo si se quiere continuar con la actividad.
Y aquí es donde
entra la política económica, si es que se quiere que entre, lo cual, en el
fondo, es una decisión política y no económica. Muchos piensan que esta es una
razón suficiente para subvencionar un sector que tecnológicamente está atrasado
pero si siguiéramos esta lógica, ¿deberíamos subvencionar las peluquerías del
Soho neoyorkino? Evidentemente no.
Algo más tiene
que haber. Sí.
Algo que tiene el
arte y que no tienen las peluquerías.
Ya
esbozamos algunos rasgos cuando hablábamos del consumo conspicuo. Los bienes
culturales, ante todo, son bienes de experiencia, eso significa que la utilidad
marginal de su consumo, es positiva. O en cristiano, que a mayor consumo, más
ganas de consumir (algo parecido a lo que pasa cuando ingerimos ciertas
sustancias). Esta característica adictiva
hace que la demanda de bienes culturales sea insuficiente por una falta de
formación previa en ese consumo. Es
decir, es un consumo que depende de consumo pasado(Towse, 2005).
Por otro
lado, algunos políticos y muchos ciudadanos consideran que el arte contribuye a
mucho más que a beneficiar al que lo consume. Ya que al tratarse de bienes
simbólicos son idóneos para transmitir ideas, ética, moral, todos elementos que
suelen venir muy bien, por lo menos, a los gobiernos de turno.
Todas estas
razones llevan a muchos a pensar que puede estar justificado financiar con
fondos públicos el arte.
Dejaremos este
tema para el apartado final cuando hablemos de autonomía y capitalismo. Pero
antes, tenemos que hacer lo indispensable: decir de qué estamos hablando cuando
hablamos de arte y de bienes culturales y de qué opinan filósofos y economistas
al respecto.
La
estética como disciplina de estudio se enfrenta al dilema principal de
establecer claramente de qué estamos hablando cuando hablamos de arte. En
definitiva, ¿qué hay en común entre un concierto de Lady Gaga, una novela de
Harry Potter, un mueble de IKEA o unas zapatillas Nike? Algunos creen que nada.
En ese sentido, el asunto se acaba aquí pero hay quien piensa que todos estos
elementos tienen algo común. Veamos de qué se trata.
En los
tiempos de Grecia, de Roma, de la Edad Media e incluso del Renacimiento el
término arte estaba íntimamente ligado
a la destreza. Todo arte era la
destreza para realizar cualquier cosa: desde un vaso, una zapatilla o una
catedral. En palabras del historiador Tatarkiewicz (1978):
una destreza se basa en el conocimiento de unas reglas, y
por tanto no existía ningún tipo de arte sin reglas, sin preceptos: el arte del
arquitecto tiene sus reglas, diferente a las del escultor, del alfarero, del geómetra
y del general”. De este modo, el concepto de regla se incorporó al concepto de
arte, a su definición (p. 39).
Evidentemente,
esta forma de concebir el arte abarcaba una variedad de actividades bastante
amplio. Dentro de esta categoría entraban casi todas las ramas del trabajo
manual y la pintura. Es importante
remarcar el concepto de regla, las
actividades del arte tenían un método, una manera única de hacer las cosas.
Por esta razón,
las ciencias, también entraban dentro del concepto de arte ya que tenían unas
reglas claras en su proceder. Incluso las artes escénicas y la música entraban
dentro de esta categoría. La única disciplina que no entraba era la poesía. Se
pensaba que la misma no tenía reglas y que era producto de la fantasía y la
imaginación. Por último, las competiciones públicas, el circo y las carreras
también se las consideraban un arte.
¿Y cómo
llegamos al concepto actual de arte? Por un lado, tenemos que decir que durante
el Renacimiento hubo un resurgimiento de algunos clásicos: Aristóteles ya
incluía la poesía dentro del arte por lo que rápidamente se la dejó entrar
dentro de esta categoría.
Más complejo fue
el proceso por el cual se separaron los
oficios de las bellas artes. Justamente en el Renacimiento la belleza comenzó a
ser valorada de forma más evidente y los pintores, escultores y arquitectos,
sintieron la necesidad de separarse de los artesanos a los que consideraban que
producían un arte menor, esto, sumado, a un bajón en la actividad económica que
llevó a muchos inversores a pensar que el arte podía ser una buena manera de
tener a buen recaudo su dinero, tuvo un doble efecto: por un lado, se enriquecieron
algunos artistas y, por otro, quisieron aún más distinguirse del resto de
artesanos.
En
cuanto a la ciencia, podemos decir que al final del Renacimiento empezó a haber
una consciencia cada vez más fuerte de que los artistas no tenían ni debían remplazar
a los científicos.
En
cualquier caso, esta evolución no significó que por fin las artes se unieran en
un mismo campo de actividad. Se seguía pensando que poco tiene que ver las
artes de un escultor con las del teatro. Por ello, coexistieron de manera
separada las artes del arquitecto, del pintor, del actor sin que nadie se
atreviera a esbozar un lazo común (Tatarkiewicz,
2008).
Recién a lo largo del siglo XVIII y XIX,
cuando ya estaba claro que ni los oficios manuales ni las ciencias eran arte,
las bellas artes fueron llamadas simplemente arte.
En esa época cambió el significado de la expresión
“arte”: se restringió su ámbito, y ahora incluía solo las bellas artes, dejando fuera las artesanías y las ciencias.
Puede decirse que sólo se conservó el término, y que surgió un nuevo concepto
de arte(Tatarkiewicz, 2008, p. 49).
Durante
muchos siglos se ha teorizado sobre qué pueden tener en común las artes. En el
siglo XVIII Charles Batteaux postulaba que la característica común a todas las
artes era su pretensión de imitar la realidad e incluía las siguientes actividades:
·
Música
·
Poesía
·
Pintura
·
Escultura
·
Danza
Además, agregó
dos artes más intermedias que aunque no eran miméticas se caracterizaban por el
placer que producían y por su utilidad:
·
Arquitectura
·
Retórica
Esta concepción
ha perdurado por mucho tiempo. Lo que estaba claro es que el arte había pasado
de consistir en una producción sujeta a reglas a simplemente la producción de
belleza.
El siglo
XIX y XX sumó más controversias al aparecer nuevos campos artísticos que no
estaban solamente ligados a la mano del ser humano sino que tenían que ver con
avances técnicos importantes que fueron de la mano con la aparición del cine y la fotografía.
Pero
volvamos a la economía. Al fin y al cabo queremos saber por qué los economistas
se empeñan en volver a los clásicos y porqué una zapatilla NIKE puede tener
mucho que ver con un mueble Luis XV.
Cualquiera
que conozca de cerca la obra de Benito Quinquela Martín, pintor y muralista
boquense, sabrá que la mayoría de sus pinturas tienen como temática al barrio
de La Boca, Buenos Aires. En efecto, casi todas ellas, reflejan el trabajo del
puerto y básicamente relatan en imágenes los primeros años del mismo Quinquela
como transportista de carbón.
A pesar
de que nunca recibió una educación formal ni perteneció a una corriente concreta dentro
de la pintura, logró reconocimiento nacional e internacional. ¿Cuándo fue que
su vida cambió para siempre?
Hubo un momento
concreto en que alguien confió en él y logró exponer algunas de sus obras en el
Jockey Club, lugar de encuentro de la aristocracia porteña, en una exposición
organizada por la Sociedad de Damas de la Beneficiencia.
Es decir, a raíz
de un hecho tan fortuito como cruzarse con la persona adecuada, la suerte de
este pintor empieza a cambiar. Sus obras comienzan a cotizarse y empieza a
viajar por el mundo con sus cuadros.
Pero ¿por qué es
relevante la vida de un pintor boquense para este relato? Probablemente porque
otra vez nos toca hablar de economía y de porqué a veces es tan importante para
entender el arte.
En este caso, la
percepción del público, por alguna razón, empezó a cambiar. ¿Sería una cuestión
de técnica? ¿Sería a lo mejor que fue invitado por el Presidente Alvear a
exponer sus obras? No lo sabemos con exactitud y tampoco creemos relevante
poder hallar una única causa.
En el
momento en que Quinquela Martín empieza a triunfar con su obra, en torno a
1918, Argentina era uno de los países más ricos del mundo pero no justamente
por la calidad de sus pintores sino por su potente modelo agroexportador.
Sin embargo, en
aquella época, Argentina podía ser considerado un país atrasado que solo era
capaz de exportar materias primas para sobrevivir.
Mucho más al
norte, en el mismo continente, otro paradigma se estaba gestando y comenzó con
la fabricación del primer Ford T y con éste surgió un modo de producción a gran
escala que permitía ampliar el mercado a costa de fabricar autos baratos. ¿El
secreto? La especialización del trabajo en la cadena de montaje. ¿El objetivo?
Aumentar la cantidad de unidades de producción por tiempo transcurrido.
Y esto significó
la muerte de los oficios, el fin del arte como lo concebían los Antiguos:
El “oficio” pacientemente adquirido, el vaivén de la
palma de la mano, el movimiento de los dedos, esa sensación de lima, por lo que
todavía a principios de siglo un obrero reconoce a uno de los suyos, son ya una
especie de arcaísmo(Coriat, 1993, p.1-2).
. No es
casual que el keynesianismo y el fordismo fueran de la mano. Al fin y cabo, el auge
del Estado del bienestar colaboró en que cada vez más gente se lanzara a la
aventura del consumo.
Sin embargo, en
torno a fines de la década de los setenta, algunas cosas empezaron a cambiar.
Algunos economistas empezaron a cuestionar la excesiva intervención
gubernamental y a proponer la reducción del Estado y la liberalización del
comercio tanto de los países desarrollados como del Tercer Mundo(Bustelo, 1999).
Paralelamente,
algunas grandes empresas empezaron a tambalearse y algunos economistas
empezaron a postular que a lo mejor el problema era que se estaba fabricando
demasiadas cosas. La producción
fordista—y en definitiva el crecimiento económico— se sustentaba en la
producción a gran escala de objetos.
En esa misma época empezaron a aparecer otro
tipo de empresas que postulaban que el valor no radicaba en los objetos que
producían sino en la marca, en la experiencia. Había llegado la era de la
creatividad:
Lo principal que producían estas empresas no eran las
cosas, según decían, sino imágenes de sus marcas. Su verdadero trabajo no
consistía en manufacturar sino en comercializar(Klein & Jockl, 2005; 2001, p. 32).
Hay que
admitir que no fue una época aburrida, mientras empresas como Nike comenzaban a
tercerizar su producción obras maravillosas como Pink Floyd The Wall veían luz
pero, al margen de eso, tuvo que llegar la revolución tecnológica del nuevo
milenio para que se asumiera de manera rotunda por parte de organismos tan
importantes como la UNESCO o la Comisión Europea que la creatividad y la
cultura podía dejar de ser un fin en sí mismo y podían convertirse en un medio
para el desarrollo y crecimiento de los países.
Pero antes
volvamos un poco a nuestro relato histórico y a qué se entendía por creatividad.
Si
intentamos alejarnos un poco del momento actual y nos retrotraemos a la
Antigüedad somos conscientes de que los griegos no consideraban que el arte
fuera creativo. Ya hemos explicado que el arte abarcaba una serie de
actividades que incluía los oficios y las ciencias. No se valoraba la
originalidad del arte y “la producción artística se entendía como algo
rutinario”(Tatarkiewicz,
2008, p. 123). La creatividad
no solo no existía sino que no era deseable ya que el arte requería unas normas
y por lo tanto una destreza concreta. No era un ámbito de libertad. Solo la
poesía era creativa y por eso no se la consideraba un arte.
Durante
la era cristiana y el medioevo persistió esta concepción. Al fin y al cabo el
arte imitaba la naturaleza y no había creador más perfecto que Dios. Nadie más
podía ser creativo excepto él. Se tuvo
que esperar al Renacimiento para que algunas cosas empezaran a cambiar.
No es extraño que
el auge del capitalismo comercial haya coincidido con una consciencia más
autónoma por parte de los artistas. Como ya hemos señalado, el poder de la
Iglesia había empezado a desvanecerse y esto favoreció dos tendencias
paralelas: tanto el arte como el capitalismo se vieron por fin libres de sus
ataduras.
Pero el proceso
fue lento: todo comenzó con un polaco de nombre Maciej Kazimierz Sarbiewsky que
fue el primero en hablar de creación para referirse a la poesía (Tatarkiewicz,
2008). Este fue el
lento comienzo pero hubo que esperar al siglo XIX para considerar que creador y
artista podían ser la misma persona.
Fue la primera
semilla para lo que vino después: podía haber creadores en todas las
actividades humanas. Ya no solo los artistas podían ser creativos sino
cualquier persona que desarrolle una actividad. Esta es la base de la filosofía
de empresas como Nike o Nokia.
Fue el comienzo, temprano, de la economía de
la creatividad.
En los
últimos dos años la empresa Apple, ha sacado tres modelos de I pad, a razón de
I pad por año. Siempre con una novedad, algo que la diferenciaba de la
anterior. O era su ligereza o el hecho de que tuviera cámara o que era posible
llevarla en el bolsillo sin problemas.
Una de las
características más notorias de la actual economía de mercado es la novedad. El
mundo del consumo se basa en ello para sobrevivir. La vida útil de los objetos
en las últimas décadas ha bajado de
forma pasmosa. La velocidad del cambio tecnológico obliga a una constante
oferta de objetos de consumo.
Ya tempranamente,
historiadores como Tatarkiewicz (2001) postulaban que estamos viviendo un
“culto a la creatividad”. No creemos que le falte razón. En efecto, algunas
instituciones de peso como la UNESCO, la OMPI, la Comisión Europea o el Departamento
de Cultura, Medios y Deporte del Reino Unido se aventuraron a intentar captar
el potencial de este sector en términos productivos con el objetivo de lograr
datos estadísticos concretos que pudieran demostrar la importancia de la
cultura y la creatividad para el desarrollo económico de los países.
Naciones Unidas
(2010) por ejemplo destaca el potencial que tiene la industria creativa no solo
en términos económicos, sino sociales, culturales, tecnológicos y medioambientales.
La creatividad ya no se reduce al arte sino que, como comentábamos antes,
incluye toda una serie de actividades que nos recuerda al viejo paradigma
clásico.
En este sentido,
este tipo de informes buscan que las políticas públicas ayuden a este sector ya
que sus repercusiones trascienden lo meramente cultural. Este paradigma pone
énfasis no solo en la creatividad como factor de desarrollo a nivel país sino a
un grado más micro: se busca que las industrias culturales potencien la
economía de las ciudades y de aquellas localidades menos favorecidas.
En cualquier
caso, mucho debate ha habido entre los economistas en torno a la definición de
industrias creativas y culturales. En efecto, si se proponían medir el impacto
de la creatividad en la riqueza de los países, más vale que se pusieran de
acuerdo en qué actividades podía englobar este concepto. Pero ese consenso nunca llegó.
Suele argumentarse
que las actividades creativas tienen en común los siguientes aspectos:
·
Su producción requiere algún tipo de creatividad humana
·
Su producto pueden servir de vehículo para transmitir
valores simbólicos
·
Pueden contener algún tipo de propiedad intelectual
De
acuerdo de en cuál de estos tres aspectos se ponga el énfasis, la definición de
las industrias creativas y culturales puede variar.
A
continuación reproducimos de forma sintética las principales clasificaciones:
Podemos
observar claramente lo que comentábamos antes, la creatividad ya no está ligada
solamente a las actividades artísticas sino que potencialmente puede incluir
todo tipo de actividad humana.
Pero volvamos a
los artistas. Si la creatividad lo abarca todo. ¿En qué lugar queda este
colectivo? Tatarkiewicz (2008) vuelve a darnos la clave:
Un científico o un erudito habrá logrado su objetivo
cuando haya analizado correctamente un fenómeno; un técnico, cuando haya
inventado una herramienta útil, mientras que el objetivo del artista es la creatividad misma. La creatividad es el
elemento decorativo de la ciencia y de la tecnología, pero es esencial en el
arte (…) La asociación (entre arte y creatividad) no existió mientras que la
belleza fue la que definía el arte. Cuando la asociación entre arte y belleza
se fue debilitando, aquella que existía entre arte y creatividad se hizo más
fuerte. En los tiempos pasados se asumía que no había arte sin belleza; hoy en
cambio, se asume que no existe arte sin creatividad (p. 299).
En
cualquier caso, al economista no le interesa la belleza (para eso están los
teóricos del arte) pero durante mucho tiempo se pensó que la aptitud era una variedad de la belleza. En
concreto, durante la Ilustración en Reino Unido los filósofos pensaban que la
belleza iba ligada a la utilidad, un
concepto que al economista le resulta muy familiar.
No se espanten
los artistas. Los economistas no tienen por qué pensar en otra cosa, al fin y
al cabo, muchos piensan que su labor es administrar de manera eficiente los
recursos escasos de la sociedad.
David Hume, que
no era economista, pensaba que muchas
cosas bellas tenían su origen en la utilidad (Tatarkiewicz,
2008) pero Adam Smith
fue más allá: según su concepción, no solo los artistas eran improductivos,
también lo eran los funcionarios del Estado, los militares y en general
cualquier tipo de pensador que no realizara trabajo físico.
En línea con lo
exponíamos en el apartado dedicado a las artes escénicas, Smith (2004)
postulaba que solo era productivo el trabajo de los obreros de una fábrica ya
que agregaba valor a una mercancía mientras que:
Algunos de los trabajos más respetables de la sociedad
son como el de los sirvientes: no producen valor alguno que se fije o incorpore
en un objeto permanente o mercancía vendible, que perdure una vez realizado el
trabajo (…). El soberano, por ejemplo, y todos los altos cargos que lo sirven,
tanto de justicia como militares, el ejército y la marina completos, son
trabajadores improductivos. (…) En la misma categoría hay que situar (…):
sacerdotes, abogados, médicos, hombres de letras de todas las clases; actores,
bufones, músicos, cantantes de ópera, bailarines, etc. (p. 424).
Antes de que los artistas y casi
toda la comunidad científica y funcionarios del Estado se tiren a su yugular
conviene aclarar que Adam Smith no consideraba que un trabajo improductivo no
debiera existir. Era consciente de la necesidad de que existieran, simplemente
no pensaba que fueran actividades generadoras de valor agregado tal y como lo
concebimos hoy en día.
En ese sentido,
su forma de pensar se adecúa perfectamente a los tiempos que estaba viviendo,
en pleno proceso de revolución industrial y en donde el arte no contaba en la contabilidad de los gobiernos bajo
ninguna forma.
En
cualquier caso, lo que hemos querido poner en evidencia en este apartado es el
paradigma actual de creatividad que manejan los economistas y a la luz de la historia del arte. Al fin y
al cabo, lo que nos interesa es explorar si es posible y deseable un arte al
margen de la economía. Es lo que haremos en el apartado siguiente.
Los
economistas no suelen muy sensibles al
tema de la autonomía del arte. En efecto, bastantes acontecimientos históricos,
políticos y económicos sucedieron a lo largo del siglo XVIII como para que
encima se les pida una reflexión coherente en torno al arte. Sin embargo, este
tema ha provocado grandes dolores de cabeza en generaciones de filósofos y
teóricos del arte.
Como
comentábamos en apartados anteriores, el auge de los Estados Nacionales ayudó a
que se instalara de forma definitiva el capitalismo
comercial, aquel capitalismo de mercaderes que dio lugar a lo que se llamó
el mercantilismo. Esta fue la
antesala de lo que vendría después: la revolución industrial y un cambio radical
en las formas de producción que llevó a una creciente desconfianza hacia el
Estado.
Ya
habíamos mencionado que la publicación de La
riqueza de las naciones, a fines del siglo XVIII había coincido con la independencia
de los Estados Unidos y, curiosamente, con la creación del Virreinato del Río
de la Plata, un último intento de los gobiernos absolutistas de entonces por
retener el poder de la metrópoli.
Justamente se estaba dando un proceso de
independencia del Estado y de la religión en las consciencias de muchos
ciudadanos que, sin duda, tendría repercusiones claras en el arte.
Es justamente en
esos años que observamos un cambio trascendental en torno a la naturaleza: se
pasa de la noción de que todos somos seres creados por un creador y que estamos
a su voluntad, natura naturata, a una
nueva concepción.
En este
contexto, la naturaleza sería un órgano
autónomo que alberga otros órganos autónomos que tienen sus propios fines(J. Claramonte & Centro de Documentación y Estudios
Avanzados de Arte Contemporáneo, 2011). Es lo que se llamó natura naturans. De este cambio de paradigma, surge rápidamente una
autonomía de las consciencias que pronto tiene un trasfondo político y también
artístico. Pero siempre nos encontramos con esa tensión entre los primeros
intentos de autonomía y el auge del Estado Nacional con su poderío militar.
Tuvo que
llegar Kant en 1790 para que asentara de forma más sistemática las bases de la
autonomía del arte.
Se trata entonces de una especie de doble autonomía: la
del sujeto que se distancia de los “intereses” y la del objeto contemplado que
existe y se determina por sí mismo(J. Claramonte
& Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo, 2011).
Tal como señala Claramonte (2011),
las querelles francesas son un claro
ejemplo de esta lucha entre dos posturas antagónicas. La aristocracia conservadora defendía un tipo
de música científica y academicista (Rameau) en la que la misma nos revelaba un
orden que es natural, racional y eterno.
En el otro bando, se encontraban los fanáticos de la ópera buffa italiana que pensaban (Ragunet) que éstas eran más originales, vibrantes y
emocionantes.
Pero
nada de esto hubiese sido posible sin la existencia de las llamadas esferas públicas. Nos referimos a esos
nuevos ámbitos de discusión, debate, tertulia en torno a un tema al margen del
Estado, del rey, del cura de turno. Claramonte (2011) lo encuentra esencial
para explicar este primer proceso de autonomía ilustrada y apela a Habermas:
con la Ilustración se produce la emergencia de un modelo
nuevo de lo público, una esfera pública compuesta por individuos “particulares”
que se comprometen con ese uso público de la razón que reclamaba Kant, un
debate racional y crítico en ámbitos ajenos a las instituciones del Estado (p.
87)
Ya comentábamos
que en el terreno económico venía surgiendo también una creciente desconfianza
hacia el Estado, evidentemente por otras razones, pero no es casual que
sucediera en los mismos años. El Estado no solo parecía entorpecer la dinámica
del arte sino también la nueva dinámica económica que estaba surgiendo. En
definitiva, estos nuevos ámbitos de esfera pública hacían coincidir en un mismo
café a tenderos y burgueses, y cada vez poseían un cariz más político.
Pero
algo tenía que pasar. Siempre pasa algo. Y es que el tiempo pasa y el
capitalismo industrial ya está plenamente establecido. La burguesía industrial
goza de todos los privilegios y ya forma parte del establishment.
Para
ello, surgirá por necesidad un nuevo tipo de autonomía por parte de los
artistas que se enfrentará y criticará de forma dura las convenciones de la
burguesía reinante. ¿Cómo lo hará? Explotando aquellos “filones de negatividad”
de aquellas esferas de producción y artísticas convencionales. Es lo que
Claramonte (2011) llama autonomía moderna. Será el romanticismo, el esteticismo y el
decadentismo los buscadores de esa autonomía que se contrapone al ideal
burgués.
Un claro ejemplo
lo da el autor cuando habla del Movimiento Arts & Crafts surgido en Reino
Unido y esparcido al mundo entero. Este movimiento criticaba el modo de producción
capitalista y pregonaba por una vuelta a los oficios, o a la valoración de los
mismos. ¿Cómo lo hacía? Dedicándose al diseño de objetos de forma integral sin
pasar por la gestión de un hombre de negocios.
Visto
desde los ojos de hoy, parecía sencillo buscar elementos de negatividad en
aquella época: en definitiva, solo había que oponerse a cualquier tipo de modo
de producción o de proceder de la clase burguesa. Parecía fácil una crítica del
capitalismo. La influencia de Marx ayudó mucho. Las cosas parecían muy claras.
Pero algo tuvo que cambiar. Y otra
vez tenemos que hablar del capitalismo. Y de sus modos de producción. Y de cómo
el arte se las rebusca para plantear algo diferente. Alternativo.
En el año 2008 la empresa Converse
cumplió 100 años de vida. Su modelo Chuck Taylor All Star ha sido icono de muchas
generaciones. En efecto, era la zapatilla de la clase obrera y era la que
adoptó en un principio el movimiento punk en la década de los setenta.
Pero
sobretodo, era la zapatilla de la rebeldía y del rock&roll. Metallica, The
Doors, Sex Pistols catalputaron a
Converse al estrellato. Pero… ¿por qué nos interesa esto? Porque la rebeldía es
uno de los elementos clave del actual capitalismo.
Ya
deja de ser elemento de crítica social y se convierte en virtud. La rebeldía es cool.
Al principio de este estudio mencionábamos
que Telefónica había utilizado el movimiento de los Indignados para hacer un
spot publicitario. Seguramente los creativos de Telefónica saben que el
movimiento de Indignados, es transversal y que abarca demasiadas capas sociales
como para que realmente se lo identifique con un colectivo concreto.
Esto
nos conduce a lo siguiente. Si el rico, el pobre, el tendero, el político y el
cura están indignados, entonces ¿contra qué nos rebelamos? Y más aún, si esa indignación resulta hasta
cierto punto cool ¿qué podemos hacer
para que el arte sirva como vehículo de crítica social?
Esta
es la pregunta que muchos teóricos del arte se hacen.
En apartados anteriores ya habíamos
esbozado algunos de los rasgos más significativos de este nuevo capitalismo.
Hablábamos justamente de la novedad y de la creatividad como ejes del consumo.
Ya nadie se quiere parecer a nadie.
Justamente
fue en la década de los sesenta que el modelo fordista empezó a tambalearse. Ya
no era negocio dedicarse a fabricar cosas. Tenía que haber algo más. Y aquí fue
cuando llegó la creatividad como condición necesaria para la diferenciación de
productos:
lo que sucede con el capitalismo cultural no es tanto
la caída en desgracia del modelo de “normalidad” cuanto su implosión en múltiples
normalidades, eso sí, debidamente jerarquizadas y dotadas de controles de
acceso regulados por pautas de consumo y distinción adscritas al manejo del
dinero y su inversión en “marcas”(J. Claramonte
& Centro de Documentación y Estudios Avanzados de Arte Contemporáneo, 2011).
Es
evidente que la vieja autonomía moderna queda caduca ante los cambios
mencionados. Ya no podemos ser diferentes porque eso es cool. Para ello, algunos teóricos piensan que hay que explorar una
nueva forma de autonomía.
Algunas
propuestas apuntan a buscar una autonomía que tenga en cuenta los modos de relación entre el arte y la
vida cotidiana. ¿De qué manera? Buscando un punto de reflexión que esté a mitad de camino entre la estética (la
estrategia) y las obras de arte (la táctica). En definitiva, lo que estamos
buscando es un modo de autonomía del arte que tenga en cuenta qué se nos está
pasando por alto en esto del arte y el capitalismo. A esto llama Claramonte (2011) autonomía modal.
En
este sentido, no desaparece la negatividad que planteaba la autonomía moderna
sino que se transforma para que actúe de manera diferente a lo que se espera de
ella.
El
camino está abierto y todavía estamos transitando el capitalismo cultural por
lo que no podemos discernir todavía el éxito o fracaso de esta empresa. En
cualquier caso, lo que se pretende es encontrar un modo, a medio camino entre
la táctica y la estrategia que sea capaz de situar al contexto en el centro de la escena:
resultó claro que no podíamos seguir separando las
prácticas artísticas del pensamiento que las articulaba y las desplegaba, ni
podíamos seguir considerando el contexto como un mero aderezo o complemento de
orden sociológico: había que asumir que el contexto, en un sentido amplio, era
parte constitutiva de la práctica artística y la experiencia estética(J. Claramonte, 2010).
Justamente fue en
los años sesenta que se empieza a intentar un tipo de arte que escape de la
reproducción y mercantilización propia de las industrias culturales. Estamos
hablando del arte conceptual. Esto
lejos de funcionar supuso un fracaso total para la causa de la autonomía, o
mejor dicho, supuso malinterpretar completamente los albores del capitalismo
cultural. Al fin y al cabo, los objetos no importan: lo que venden las empresas
es un estilo de vida, una idea.
Pero hubo más
propuestas. Algunas de ellas interesantes. Justamente, el Arte de Contexto surge como una manera de situar al entorno en
primer lugar. En este sentido, se lo relaciona “con prácticas social y
políticamente articuladas”(J. Claramonte,
2010). Pero en la
práctica, ¿en qué se traduce esto? Por ejemplo, en intervenciones urbanas que
tengan como objeto poner de manifiesto ante la población determinada crítica
social.
Y nosotros nos
preguntamos hasta qué punto siguen siendo válidos algunos de los postulados de
Kant. Nos referimos concretamente al desinterés del arte. El arte de contexto
puede interpretarse como un arte que sirve más como medio, que como fin. Como
medio de cambiar las cosas. El juicio estético de Kant (1977) está carente de
contexto, en definitiva, la presencia de contexto en el juicio estético es
visto como poco deseable:
Se ve fácilmente que cuando digo que un objeto es bello y
muestro tener gusto, me refiero a lo que aquello en que de esa
representación haga yo en mi mismo y
no aquello en que dependo de la
existencia del objeto (p.103).
Kant nos invita
justamente a que nos olvidemos del entorno, de que somos humanos y de que
nacemos en un determinado contexto social e histórico. En definitiva, nos pide
que no tengamos en cuenta el carácter
situado de la autonomía del arte.
Pero ¿podemos seguir viendo el arte de esta manera? Seguramente no.
Por otra parte,
la misma dinámica del capitalismo cultural nos obliga a tener en cuenta
diferentes maneras de entender la estética. Ya no hablamos de una sola
disciplina con sus reglas claras. Sino de diferentes formas estéticas que a
menudo pueden ser antagónicas. Es lo que llamamos policontextualidad.
Por último,
tenemos que mencionar que la experiencia estética en este contexto deja de ser
pasiva. En este sentido, la transmisión de contenidos culturales puede actuar
como funcionan los
dispositivos de adquisición del lenguaje, mediante los cuales propiamente no se
adquiere el lenguaje, sino que «se genera y se regenera continuamente en
los contextos de desarrollo de los ámbitos de habla en los que el individuo
participa». Esto recuerda más a un proceso de incorporación que de inscripción”(J. Claramonte, 2010).
El tema es muy
complejo. Y el capitalismo actual no nos lo pone fácil. Pero volvamos a la
economía y a cómo conciliamos a Shakira con los movimientos estéticos de
reivindicación social. ¿Acaso es todo lo mismo?
Claramente no.
Algunos pueden plantear el error de enfrentar a estas dos facetas del arte. ¿Deben
estar enfrentadas? ¿No es posible una convivencia pacífica entre ambas?
Algunas
coincidirán en señalar que el arte comercial es un medio más que un fin en el
sentido de que puede ser considerado necesario en la medida en que hace más
agradable nuestra vida. Siguiendo a Hegel, este tipo de arte “carece de la
libre autonomía en la que, independientemente, se colma solo de sus propios
fines, para de ese modo, elevarse a la verdad”(Liessmann &
Ciria, 2006).
Y es que Hegel se
encarga de volver a una estética que busca la verdad en las cosas, una noción
que nos retrotrae al mismo fundador de la estética Baumgarten cuando hablaba
del conocimiento sensible. Justamente la teoría del arte se encarga del arte
que no quiere ser comercial. De aquel que busca de forma desenfrenada su
autonomía.
En
cualquier caso, ¿estamos asistiendo a la muerte del arte? En algún sentido, sí,
si pensamos que ya no dotamos al arte de un significado religioso o político.
“ya no es norma ni criterio ni símbolo de la moral o de lo absoluto(Liessmann &
Ciria, 2006).
Este
breve recorrido por la evolución de la autonomía del arte y sus implicancias nos
lleva a preguntarnos si economistas y teóricos del arte pueden llegar a puntos
en común. Todo parece apuntar a que no es posible. Básicamente por dos razones:
la economía no se encarga de los fines sino de las preferencias individuales,
por otra parte, la economía basa su análisis en lo que pueda cuantificar, un
aspecto que deja afuera toda una serie de actividades que contribuyen en
términos de PIB pero que no aparecen en las estadísticas. De esto hablaremos
brevemente en el apartado siguiente.
Hay
quien dice que a pesar de existir seis millones de parados en la economía
española no ha habido un estallido social debido a la existencia de economía
sumergida. Nos referimos a aquellos ciudadanos que de buena fe, obtienen
ingresos de manera no oficial, no necesariamente de forma ilegal aunque una
parte podría ser, a través de la familia, amigos y toda una red social que, al
margen del Estado, se encarga de que el hambre no se esparza por el territorio.
A
menudo, se ha criticado, desde dentro de la misma disciplina económica, lo poco
realista de las estadísticas oficiales. Concretamente, el Sistema de Cuentas
Nacionales de los países ha adolecido de grandes fallas a lo largo de años que
se han ido subsanando con el tiempo. Pero todavía es el caso
de otras miles de actividades que no tienen indicios de llegar a pertenecer
nunca al Sistema de Cuentas Naciones de los países. Un ejemplo claro de ello,
es el trabajo de las amas de casas y de los cuidadores de enfermos y ancianos.
Pero no
solo es una cuestión de contabilidad nacional: en realidad el problema parte de
la dificultad de poder modelizar
determinadas dinámicas que se dan en la realidad social.
Un claro ejemplo
de ello, es la noción de gusto en la
economía. En la economía de libro de texto, cualquier estudiante se forma
sabiendo que el gusto viene dado, es decir que es una variable exógena que
viene fijada desde fuera del modelo. ¿Por
qué esta convención tan conveniente? Posiblemente porque a los economistas les
gusta simplificar las cosas y si queremos meter la noción de gusto en nuestros
modelos económicos implicaría señalar que existen preferencias, que obviamente
no se mantienen inmutables a lo largo del tiempo, sino que varían:
En la economía del bienestar convencional las
preferencias individuales son los principios básicos para la estimación de los
beneficios. Si las preferencias cambian, el problema es decidir qué
preferencias — las originales o las nuevas— son adecuadas para evaluar los
beneficios(Towse, 2005).
En concreto
cuando nos referimos al cultivo del gusto, estamos dando por sentado que hay
gente con gustos cultivados y gente que no los tiene. Esto entraña problemas si pensamos que la economía tiene
un equilibrio único, la distribución bimodal de los gustos implicaría una
economía con al menos dos equilibrios posibles. Toda una contradicción para la
teoría económica. Estas cuestiones están sin resolver en la economía del arte.
Pero
volvamos a las estadísticas. Hace un momento comentábamos la dificultad que
tenía la disciplina económica para cuantificar en términos de riqueza nacional
algunas actividades económicas. El tema se agrava en el caso de las
estadísticas culturales.
Tradicionalmente,
el sector cultural ha adolecido de grandes problemas en sus estadísticas
culturales. Uno de los principales objetivos de la economía del arte consiste
en poder cuantificar este sector en aras de establecer políticas públicas. Se
ha avanzado mucho en los últimos años en las grandes regiones económicas,
España, casi todos los países de Latinoamérica, Reino Unido, Francia ya cuenta
con la elaboración de la Cuenta Satélite de Cultura. Pero el proceso no es
perfecto: a menudo estas estadísticas
tienen un fuerte sesgo a favor del consumo, es decir, solo tienen en cuenta
aquellas actividades que pasan por el tamiz del mercado (Towse, 2006).
Tiene sentido, al
fin y al cabo, es difícil cuantificar lo que no está expresado en números. Pero
este hecho, nos muestra hasta qué punto
las estadísticas reflejan la dinámica cultural de los países. Esto produce unos
efectos bastante previsibles: los países ricos, que tienen mercados más
desarrollados y que a su vez confeccionan mejores estadísticas, parecen
consumir y producir más cultura que los países pobres magnificando la creencia
de que la cultura es cosa de ricos.
Pero algo falla.
Si solo los ricos producen y consumen cultura y así lo reflejan las
estadísticas oficiales ¿Dónde queda situada la autonomía actual? ¿Cómo podemos
entender la crítica social hoy en día?
Y es que hay un
factor que pasan por alto los economistas, algunos teóricos del arte y las
mismísimas estadísticas: estamos hablando de la noción de comunidad.
En el
año 2001, Argentina tuvo que atravesar una de las peores crisis de su historia
contemporánea. De un día para otro,
miles de personas quedaron bajo el umbral de la pobreza y al borde de la
marginación.
Desde diferentes
medios de comunicación, se ha dado la idea, a lo mejor un poco exagerada, de
que a partir del 2002 se había empezado a vivir un especie de boom cultural y
que se había disparado la oferta de cultura, en especial en la Ciudad de Buenos
Aires. Esto ha traído mucha controversia ya que la creciente presencia estatal
(ausente en la década de los noventa) en ámbitos como la cultura y la ciencia
ha proyectado una imagen de bonanza que, para muchos, es artificial.
Al
margen de esta observación, tenemos que decir que, incluso antes del corralito
de diciembre de 2001 ya venían surgiendo algunas dinámicas interesantes. Nos
referimos a los colectivos de artistas que de alguna manera actúan al margen
del Estado y del mercado.
La crisis de 2002
va a acentuar este fenómeno al agregar un componente nuevo en la realidad
argentina: la formación de asambleas
barriales que tuvieron como primer objetivo paliar la escasez de insumos en la
ciudad de Buenos Aires, por un lado, y por otro, solventar de alguna manera la
falta de circulante a través de las redes de trueque.
Pero
concretamente, en el ámbito artístico,
Los artistas deciden
generar iniciativas que incorporan en sus discursos, recursos y estrategias
elementos inscriptos en las manifestaciones de protesta social y formas
cooperativas. La apropiación del espacio público y la aparición de proyectos de
gestión, auto-gestión y cooperación entre artistas visuales coinciden con modos
sociales que se activan en esos tiempos. En este sentido, el desplazamiento de
las prácticas objetuales a las prácticas contextuales, se centran en muchos
casos en la gestión de proyectos artísticos(Desjardins, 2012).
¿En qué se
traduce esto? En propuestas que tienen como eje la horizontalidad en el
trabajo, la utilización del espacio público y, fundamental, la cooperación. Uno
de los exponentes más importantes de este concepto fue el Proyecto Trama surgido en el año 2000,
un proyecto que se proponía formar una red cooperativa entre artistas que
promoviera la circulación de obras en el eje sur—sur.
Otra expresión
artística que explotó a partir de 2002 en Buenos Aires fue el arte urbano con Stencil:
cumplía con algunas de las premisas del llamado arte de contexto, era un tipo
de arte que surgía individual pero que necesitaba de lo social para subsistir.
Es un tipo de
arte que busca a la comunidad, que vive de la comunidad pero, a diferencia de
los primeros graffiteros porteños que salían de la dictadura y que habían
estado marginados del sistema durante décadas, esta nueva generación se
componía básicamente de chicos jóvenes de clase media provenientes de la
universidad pública (en general de la carrera de Diseño) que descubrieron que
podían tener la complicidad del gobierno de turno para pintar las paredes de la
ciudad.
Al fin y al cabo,
este tipo de arte urbano, aunque pretendiera ser reivindicativo, se estaba
volviendo cool.
Evidentemente, no
quitamos el mérito que pudieran tener estos artistas que, muchos de ellos,
reivindicaban su costado social, pero ya no era el leit motiv de sus obras.
Como afirma Guido Indij (2004) en su libro Hasta
la victoria Stencil, es la clase media—educada y cool— la que sale a la
calle y es ella misma la que se apropia de los símbolos que antes eran
marginales:
El Fernet era una bebida
medio mistonga.
En una época la tomaban apenas tres o cuatro viejos. Después unos cuantos
cuarteteros.
Ahora podés pedirlos en los bares más pipi cucú de la city porteña. Así
como la bailanta era marginal, de mal gusto y hoy es infaltable como el
carnaval carioca en los casamientos de cualquier clase social. Es que la clase
media es una esponja, y tal como viene la cosa, absorbe mas desde abajo que
desde arriba (p. 9).
Ellos mismos son
capaces de reconocer que las obras más interesantes del Stencil porteño no son
realmente subversivas sino que apelan más al humor y la ironía.
Todo esto nos
hace reflexionar. El arte de contexto
está muy bien pero, visto cómo el capitalismo se apropia de los símbolos para
transformarlos en mercancía hay que estar atento. Ya no es posible una sola
manera de hacer las cosas. El capitalismo va muy rápido y requiere de mentes
inquietas y veloces (de los dos lados). Como diría Kalil Llamazarez, uno de los
autores de Hasta la victoria Stencil, “la cosa está rara”.
Pero volviendo a
los economistas y a sus grises inquietudes. ¿Qué podemos decir del arte urbano?
Está claro que las estadísticas culturales tienen muchas lagunas pero el tema
es que, en base a esas lagunas se elaboran las políticas culturales, lo que nos
lleva a pensar ¿necesitamos políticas culturales que respondan a las
necesidades de los ciudadanos? Suena bastante obvia esta pregunta, en especial,
para aquellos artistas acostumbrados a vivir de subvenciones pero ¿y el resto?
Las
estadísticas no mienten pero no nos dan las herramientas necesarias para
entender las dinámicas culturales de una sociedad. Justamente porque en
economía prima el individualismo
metodológico, una manera de entender la sociedad que no nos permite
comprender que vivimos en sociedad y no somos unos Robinson Crusoe tal como nos
ha querido vender la escuela marginalista.
Justamente, hay
voces dentro de la misma disciplina económica que han criticado este postulado
por considerarlo lejano a la realidad.
Pero de momento,
dejémoslo acá. Las estadísticas son las
que son pero es bueno saber que, felizmente, el mundo es mucho más divertido,
complejo y creativo que lo que nos puede contar una serie de números.
Como comentábamos
antes, algunos creen que es de mal gusto hablar de dinero (incluso en un país
en donde la corrupción se lleva varios millones del erario público mientras
otros se suicidan porque pierden su casa). Otros tantos, piensan que hablar de
arte en tiempos de crisis es una frivolidad.
A estos dos grupos de personas está dedicado este
ensayo.
En
efecto, nos hemos propuesto en este breve trabajo hacernos eco de algunos
dilemas, cuestiones, clichés y mitos que rodean tanto a teóricos del arte como
a economistas cuando hablan de arte. Para ello, hemos explorado la realidad
histórica tanto de la estética como de la economía como disciplinas autónomas.
Asimismo, hemos
esbozado los rasgos principales que preocupan a la economía de la cultura y nos
hemos adentrado en el complejo mundo de la delimitación del objeto de estudio.
Para tal fin, hemos analizado la
evolución del concepto de arte y creatividad, tal como lo ven los filósofos y
los economistas.
Por último, hemos
señalado los principales desafíos a los que se enfrenta el arte en su búsqueda de
autonomía a la luz del capitalismo cultural que estamos transitando. Un
capitalismo que ya no produce cosas sino conceptos, ideas.
Y luego
de todo este análisis toca volver a preguntarse si es posible un acercamiento
entre el mundo económico y el mundo artístico.
Podemos
observar dos interacciones claras: el arte como “cómplice” del capitalismo. Y
el arte reivindicativo. Ya comentábamos
que existían dos tipos de arte, uno más pragmático y otro más autónomo (“servil”
lo llamaba Hegel al primero, probablemente de forma peyorativa).
Cuando hablábamos
de la pintura al óleo, comentábamos que, de alguna manera, había servido como
escaparate de las clases más pudientes en aquello que Veblen llamó consumo
ostensible. Berger, (2012), observa incluso, que el nacimiento
de la fotografía empezó a ocupar el lugar que tenía antaño la pintura al óleo
hasta entonces. En efecto, a través de la publicidad, vemos cómo el arte es un
signo de opulencia. ¿O acaso las publicidades de Tommy Hilfiger no nos recuerdan a los
retratos familiares que hacía George Romney?
El otro
tipo de arte, en palabras de Hegel, (1989), “el arte libre también en sus
fines y en sus medios” (p.10), lo tiene más difícil. Como decíamos, todo va muy
rápido y esto de la autonomía requiere de mentes hábiles. En la Introducción nos preguntábamos si era
posible un acercamiento entre la mirada económica y la artística.
Y creemos, a la
luz de la naturaleza misma de la autonomía como a los fines concretos que
ostenta la economía como ciencia, que no es posible un acercamiento. La
economía es una ciencia que aspira a ser racional en sus postulados, utiliza la
lógica y la contrastación como forma de acercamiento a la verdad. En cambio, la
estética se jacta justamente de lo contrario, es el reino de la sensibilidad y
en este reino no hay leyes.
Pero no solo eso. No solo no es posible un
acercamiento sino que no es deseable.
Al fin y al cabo,
la autonomía del arte implica, en su misma palabra, lo contrario. Solo puede
existir autonomía frente a algo. Y en un contexto de libertad, el arte, que ya
no tiene la legitimidad que poseía cuando las esferas de religión y Estado era
poderosas, tiene que buscar su propio rumbo(Liessmann &
Ciria, 2006), un rumbo que
debe ser, al mismo tiempo, solitario pero cercano a la cotidianeidad del
ciudadano.
Por esta
razón, creemos que no es tampoco
deseable un acercamiento entre cultura y economía. A lo máximo que podemos aspirar en este
sentido es a desmontar algunos mitos y toda clase de teorías conspirativas: ni
el economista es un hombre gris que solo piensa en los números ni el mundo del
arte es cosa de una clase snob y
desconectada de la realidad. Afortunadamente el mundo es mucho más complejo.
Al
margen de lo anteriormente expuesto, conviene destacar algunas cifras que
atañen al mundo de la cultura aun a riesgo de cansar a los filósofos.
De acuerdo a la
última Encuesta de Estructura Salarial de España, el salario medio en
España se situó en 2010 en los 22.700 euros anuales siendo los trabajadores del
arte los peor remunerados después del sector de la Hostelería y el administrativo (un 20% menos de salario anual
que la media para España).
Como
comentábamos antes, las estadísticas culturales no son exactas y dejan afuera
mucha información pero la principal causa de este malísimo dato salarial tiene
que ver con la gran precariedad laboral que vive este colectivo que a menudo
tiene que recurrir a segundos trabajos para subsistir.
Esperamos
que este breve ensayo haya ayudado a poner un poco luz en el intrincado laberinto
que une y desune a economistas y filósofos y pueda, aunque sea, del
conocimiento mutuo explorar formas de pensar que sirvan— y ayuden—a ambas
partes.
En este sentido,
creemos que es posible explorar “una estética modal que sea capaz de mostrar
los modos de relación que se actualizan en cada obra de arte, en cada experiencia
estética”(J. Claramonte & Centro de Documentación y Estudios
Avanzados de Arte Contemporáneo, 2011). Esta podría ser una forma eficaz
de avanzar por las veloces aguas del capitalismo cultural.
En estos tiempos
de crisis, y ante el fracaso de una clase política que se ve incapaz de
solucionar los problemas de la gente, cabe, más que nunca, esperar mucho más de
la ciudadanía y, en definitiva, de la comunidad en la que se inserta esa
ciudadanía. Y por qué no, economistas y filósofos, como ciudadanos puedan hacer
suyo, por lo menos, aquella autonomía que nos explica la RAE en su cuarta acepción: “Máximo
recorrido que puede efectuar un vehículo sin repostar”.
¿Seremos a acaso
capaces de conformar una sociedad civil que pueda moverse libremente sin tener
que “parar a repostar”? Solo el tiempo nos dirá si esto posible.
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Etiquetas: arte de contexto, autonomía del arte, bienes de lujo, economía de la cultura, escuela neoclásica, industrias creativas, Jordi Claramonte, Kant, mercantilismo, Naomí Klein, Ruth Towse, Tatarkiewicz, Veblen