En los últimos tiempos, hemos
estado hablando más de una vez sobre feminismo y los trabajos invisibles de las
mujeres. También, en
Trabajo
visible y trabajo invisible: hacia una nueva mirada de la economía feminista
hemos abordado la necesidad de una ciencia económica que ponga sobre la mesa
quiénes sostienen el capitalismo. Algo así
como los cómplices obligados del capitalismo. En
¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la
economía (Debate, 2016) Katrine Marcal lo deja muy claro:
En la época en la que Adam Smith escribió sus teorías, para
que el carnicero, el panadero y el cervecero pudieran ir a trabajar, era condición
sine qua non que sus esposas, madres o hermanas dedicaran hora tras hora y día
tras día al cuidado de los niños, la limpieza del hogar, preparar la comida,
lavar la ropa, servir de paño de lágrimas y discutir con los vecinos. Se mire
por donde se mire, el mercado se basa siempre en otro tipo de economía. Una
economía que rara vez tenemos en cuenta (p.20).
Soumaya Keynes (siempre estamos
rondando a los mismos personajes) señalaba ese sesgo en las tareas de las
mujeres. Incluso cuando salen al mercado, optan por profesiones que tienen que
ver con cuidar, sanar, ayudar a nacer, ayudar a morir. En efecto, en la última entrega
hablamos de
Por
tu propio bien: 150 años de consejos de expertos a mujeres de Barbara
Ehrenreich, una obra escrita hace más de cuarenta años que data sobre los orígenes
de la medicina y la persecución de las mujeres como sanadoras.
Esta vez quiero poner el foco en
un personaje poco conocido para el gran público y que, sin dudas, revolucionó
uno de los ámbitos en los que las mujeres han destacado históricamente: el de
la ayuda humanitaria.
Y claro, casi nos toca volver a
Cambridge, a finales del siglo XIX y a la época victoriana que, a pesar de su
fuerte moral religiosa, permitió que cierta clase de mujeres (como nos recuerda
Barbara Ehrenreich, las que más se beneficiado del movimiento feminista han
sido la clase media y alta, es decir aquellas mujeres que son capaces de tener “una
habitación propia” o un dinero al mes que les permita defender su libertad
.)
ejerciera sus profesiones fuera de casa con cierta libertad.
Pero vayamos al
grano.
Eglantyne Jebb nació en un
pequeño poblado llamado Ellesmere
muy cerca de la frontera con Gales en 1876 en el seno de una familia culta y
muy religiosa que, aunque no la mandaron al colegio, le inculcaron el amor por
el conocimiento en todas sus facetas. Sin embargo, las personas que iban a marcar
su vida serían dos mujeres: una gobernanta
alsaciana que le enseñó francés y alemán pero además le transmitió de
primera mano las penosas condiciones en las que vivían por la ocupación
prusiana de su territorio. Si a esto sumamos a que las lecciones que aprendía
en casa estaban en manos de una tía solterona agnóstica y defensora de la educación
superior para las mujeres, ya podemos entender la gran suerte de esta chica. Entre
la gobernanta y la solterona, la pusieron en vereda.
Aquí no hay mérito. Es el azar que juega su
papel de forma caprichosa.
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Fuente: Save the children |
Más tarde, ya con casi 20 años
empieza a estudiar en la Lady Margaret Hall, uno de los primeros colleges de la
Universidad de Oxford exclusivos para mujeres. Debemos decir que Eglantyne tiene
mucho mérito pero también fue una privilegiada por nacer en un momento en que
la época victoriana estaba dando lugar a una generación de clase media alta
que, a pesar de ser muy religiosa, ya no ponía la fe solamente en ello. En ese
sentido, la ciencia y el conocimiento empezaban a tomar un lugar preponderante
como medio de cambiar la sociedad. No sabemos si era amor al saber genuino o una escondida preocupación por el devenir económico de sus hijas pero, sea como fuere, bienvenido el cambio (el azar otra vez). En ese sentido, hubo una generación de
mujeres fuertes que gracias a sus privilegios pudieron abrirse camino con el
apoyo de sus maridos y padres. No eran revolucionarias ni querían romper el
sistema. En efecto, si llegaron lejos, es porque no tuvieron la oposición de su
entorno.
“En muchas partes de Europa —quizás menos en los países católicos-romanos— lo que se encuentra a todas las
luces, es un cuerpo de padres burgueses (…) que infundieron en sus hijas tanto
conceptos progresistas como intenciones de emancipación y, en algún momento del
siglo XIX o principios del siglo XX, aceptaron que debían procurarse una
educación superior, e incluso interpretar un papel en la vida pública y
profesional”. (p.104)
Y es justamente que entre
comienzos del siglo XX y 1914 empiezan a proliferar las escuelas femeninas, en
especial en países como Reino Unido y Alemania.
Es en este contexto, que estas
chicas supieron hacer cosas en los pocos ámbitos en
los que las mujeres podían desenvolverse sin que resultara escandaloso: la
ayuda al prójimo y el arte. Así empiezan a surgir exponentes interesantes como
Florence Ada Keynes, su hija Margaret y muchas otras que se dedicarían al arte
como Gwen Raverat, Dora Carrington, Vanessa Bell (hermana de Virginia Woolf).
El movimiento sufragista de
principios de siglo dio el empujón final para que arrancara este feminismo de
clase alta pero con gran sensibilidad ante la desigualdad creciente producto de
la industrialización en donde Londres sera uno de sus mayores exponentes.
Pero volvamos a Eglantyne. Comienza
el college con una declaración de intenciones. Le espeluzna el lujo y el
clasismo imperante en el Reino Unido y manda a sacar todos los muebles de su
dormitorio. Con una silla, una cama y un escritorio era suficiente. Y allí pasa
algunos años estudiando Historia y pensando que necesita pasar a la acción. Hacer
algo práctico. Ayudar al prójimo. Así que luego de unos años, abandona el
College y se va a la Stockwell Teacher Training para entrenarse para profesora,
profesión que ejerce un tiempo dándose cuenta que no puede influir mucho en los
niños de primaria. Son violentos, ven la guerra como algo natural y piensa de que
no va a ser capaz de cambiarlos.
Podrán acusar a esta chica de diletante pero la juventud es así cuando la dejan. Experimenta. Malgasta. Se frustra. Y la cuestión está en trascender ese dubio y pasar a la acción. Y les aseguro que Eglantyne en ese terreno no defrauda.
Mientras tanto, muchas cosas
pasaban en Reino Unido. Estamos hablando de principios del siglo XX. La industrialización
estaba haciendo estragos en la clase trabajadora. Los pobres vivían en
condiciones terribles y ese nuevo proletariado va a variar mucho en lo que a
miseria se refiere del antiguo campesino que tenía una economía de
subsistencia. La gran ciudad imponía unas miserias nunca vistas hasta entonces.
Y en este contexto, se piensa que
quién mejor que una ejercito educado de mujeres finas para guiar y ayudar a
estos trabajadores y a sus familias. Había un componente moral, no podemos engañarnos.
Así empezaron a proliferar las Charities Organisation Societies (COS) que
además de su función de ayuda a los más necesitados cumplía otro rol: dotaba de
contenido la vida de unas mujeres que tenían bastante tiempo libre porque no tenían
que trabajar fuera ni dentro de la casa. Todo siempre dentro del decoro y las
buenas costumbres.
Sin embargo, la generación de Eglantyne
ya no se conformaba con un papel menor dentro de la sociedad. Estas mujeres, ya
formadas y con educación superior, iban a exigir cosas al Estado. Había una
voluntad de cambio que trascendía la caridad. Querían el voto de las mujeres, querían
el salario mínimo, querían mejorar las condiciones de salubridad, regular las
jornadas de trabajo. Así, Dorothy, su hermana empieza a estudiar Economía con
Alfred Marshall
y se
empieza a vincular con la familia. Los lazos se estrechan. Economistas y politólogos
empiezan a influir en las ideas de Eglantyne que empieza a frecuentar algunos
COS para pispear cómo se organiza esto de los
charities.
Y sucede lo peor: sale espantada
recordando los dedos repletos de anillos de diamantes de una señora que pasaba
las páginas de los asuntos pendientes en aquellas reuniones interminables. Organización
de tés a beneficio y otras ostias que nada tenían que ver con la ayuda al prójimo.
Y la sensación vaga de que esto de la caridad era más un regalo puntual al
necesitado que la persecución de un derecho. No se hablaba de derechos civiles,
de reivindicaciones. Todo era demasiado decoroso y Eglantyne intuye que por ahí
no van bien las cosas.
La desesperación y el hastío se
apodera de ella. Es joven y no tiene la suficiente paciencia como para ver que
a veces el tiempo es el mejor aliado a la hora de buscar una profesión. Se
siente mediocre e inútil. Sus expectativas de cambiar el mundo no avanzan y ni
siquiera sus aspiraciones como escritora prosperan. Escribe. Lee. Investiga pero
no tiene idea para dónde ir. En ese ínterin, la inercia la empuja a seguir en
los seminarios de Economía política de Marshall donde Mary (su esposa) la
agarra otra vez y la mira con suspicacia.
¿Qué has hecho todo este tiempo?
Y Eglantyne no sabe qué
responder. Estudiar Economía está bien pero es una ciencia árida que no le abre
puertas. Y Mary le dice que escriba, que se le da bien. Que
podría ser una gran escritora económica. Y a Eglantyne se le
ilumina el rostro cuando Mary la recomienda para que trabaje con Florence Keynes en el
COS de Cambridge, una excelente oportunidad para conocer de cerca el lado
oscuro de una ciudad académica en donde convive el esplendor académico con la miseria más absoluta.
Y este hecho cambiará la vida de
Eglantyne para siempre y de una forma mucho más profunda de lo que ella misma
se imaginaría. Viviría una historia de amor que no olvidaría jamás. Es allí en
el COS de Cambridge donde Eglantyne conoce por primera vez a Margaret Keynes.
Y se vuelve loca de amor por
ella.
Pronto, la segunda parte.
YA PUEDES LEER LA SEGUNDA PARTE,
ACÁ.
Etiquetas: Barbara Ehrenreich, Bloomsbury, Cambridge, economía feminista, Eglantyne Jebb, feminismo, Save the children, Soumaya Keynes